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Columna
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El bazar de las sorpresas

En la Sala Rekalde de Bilbao se apelotona un gran racimo de obras de un centenar de artistas. En torno al título Generación 2001, la exposición tiene como referencia los Premios y Becas de Arte que otorga Caja Madrid.

En la muestra se puede ver de todo: pinturas, esculturas, grabados -trabajados con materiales diversos-, fotografías, vídeos, neones, sonidos en muchas tonalidades, instalaciones de diferente signo y otros etcéteras afines. El tratamiento técnico de las obras es bueno, en general, no así en cuanto a resultados artísticos. Abunda lo vulgar y banal, salvo algunas aceptables excepciones.

Se diría que poco importan las calificaciones tradicionales en relación con los resultados artísticos. La filosofía de la muestra pretende dar a conocer a artistas cuya máxima meta se centre en la búsqueda de lo original e inédito e insólito. Para ello nada mejor que parapetarse en lo colectivo, como sinónimo de lo diverso.

Sin embargo, percibimos no pocas aguas nada claras en todo ese río revuelto de lo colectivo. Muchas de las obras vistas en la Sala Rekalde se presentan con un pretendido sello de marcada originalidad, cuando no pasan de ser remedos de obras de autores internacionalmente conocidos. Ya se sabe que quien copia cree ser el único que se ha dado cuenta de los valores que luce interiormente el copiado.

Además del efecto copiador, -tan nefasto y pululantemente cotidiano en el mundo del arte contemporáneo-, existe el peligro de fomentar en los artistas que estén especializados exclusivamente para las exposiciones colectivas. Con interés de conseguir resultados altamente sorprendentes tan sólo deben aspirar a la confección de una única obra cada vez. De ahí que cada artista tome como referencia superior la alternativa de ser más innovador que los demás. A falta de poder conseguir la calidad, se impone alcanzar la novedad. Las muestras como las de la Sala Rekalde deberían llamarse bazar de las sorpresas. Y así, de sorpresa -muy poco sorpresiva- en sorpresa se va escribiendo la historia del arte de nuestros días.

Si el artista basa sus potencias personales amparándose en lo colectivo está cercenando el pleno desarrollo de su propia individualidad. Con el ejercicio de una única obra el artista tiene la probabilidad de trasmutarse en una falsa mentira de sí mismo. Mediante la filosofía de lo colectivo, a los artistas les están invitando no tanto a sacar lo mejor de cada uno de ellos como a ser diferentes a los demás.

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Como contrapunto del fomento y alto canto a lo colectivo, en estos momentos en la Galería Epelde & Mardaras (Bilbao, Aldameda Mazarredo 65 bis) se presenta una exposición individual del artista alavés Juan Mieg (Vitoria, 1938).

Por las paredes se cuelgan un buen número de obras de distintos formatos. Es el resultado de varios años de trabajo, bajo la búsqueda de persistir en espacios flotantes que conforman planimetrías y planos inclinados, rociado por colores puros y secundarios entreverados con suma sutileza.

Si bien el artista deja al descubierto algunas zonas confusas y en otros momentos ciertas debilidades en el dibujo, no obstante se sobrepone a cualquier carencia inherente al acto creador con la pasión por pintar. No busca lo nuevo. Busca lo bueno. En cada cuadro se hace visible que le va la vida en la ejecución de ese trazo minúsculo conformador del más breve de los fragmentos. Y en los chorros de pintura puestos en los lienzos tal cual salen del tubo, también se vive la gran verdad del pintor. En ese gesto se ha despojado voluntariamente de lo que sabe, para convertirse de golpe en un niño que desea imponer la realidad del óleo puro por encima de su ignorancia.

Frente a la impositiva prisa de la colectiva de Rekalde, se opone la suave y poliédrica individualidad de Mieg.

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