Viejas joyas de un país de ceniza
En su tercer y último viaje a Afganistán, en 1969, Bruce Chatwin rescató en un sendero junto al río Kokcha a una perdiz herida a la que acosaban unos niños y se la llevó con él, cobijada bajo la chaqueta, durante todo su recorrido, a Kunduz, a Faizabad, a Herat... Esa imagen emotiva del viajero apretando contra el pecho a la frágil criatura viene a la memoria al recorrer las salas de la Fundación La Caixa en Barcelona donde se exhibe -y cobija también- el frágil patrimonio artístico afgano, viejas joyas de un país de ceniza, que compone la estupenda y oportunísima exposición Afganistán, una historia milenaria.
En estos días bárbaros de odio y misiles, cuando la historia amontona ruinas sobre las ruinas y arroja nuevos muertos sobre una tierra que no ha acabado de absorber a los anteriores, es un ejercicio saludable y necesario mirar hacia Afganistán con los ojos de la civilización. No está en nuestras manos detener una guerra pero sí comprender hasta qué punto Afganistán es parte integrante de nuestro patrimonio, nuestra cultura y nuestros sueños.
AFGANISTÁN, UNA HISTORIA MILENARIA
Centro Cultural de la Fundación La Caixa Passeig Sant Joan, 108 Barcelona Hasta el 23 de diciembre
El viajero suizo Nicolas Bouvier, que estuvo en Afganistán en 1954 y dejó un maravilloso relato del país en Los caminos del mundo (Península) lo entendió perfectamente. Al describir su emoción en las excavaciones en la vieja Bactriana, en Surj Kotal, de un templo del siglo I de la dinastía afgana de los nómadas kushanos -'nombre oscuro, lleno de cuero y pieles'-, una cultura de la que se exhiben numerosos testimonios en la exposición, señala el paralelismo entre asomarse al pasado y al alma de uno mismo: 'Excavar el aterrador espesor de tierra que me separa de todo aquello. Horadar a través de esta indiferencia que destruye, que desfigura, que mata, y volver a encontrar el ánimo de entonces, el movimiento de la mente, la agilidad, los matices, los reflejos de la vida, el valioso azar, las músicas que te llegan al oído, la rica connivencia con las cosas y el gran placer que eso te produce'.
Posiblemente, nunca se recorrerá una exposición en un estado de ánimo semejante al que domina al visitar la que se muestra en la Fundación La Caixa. Eso lo saben muy bien los organizadores y por ello las piezas arqueológicas no se muestran por sí solas, sino con una introducción de actualidad compuesta por fotografías de muyahidin, mulás, campesinos, pastores, niños y viudas. También, en una escalofriante perspectiva autorreferencial, las estancias del saqueado Museo Nacional de Kabul, del que han desaparecido centenares de obras tan maravillosas como las que muestra la exposición. Complementa el preámbulo un audiovisual sobre la voladura de los dos grandes budas de Bamiyán, cuyo sacrificio, que fue el detonante -si vale la expresión- de la exposición, se ve hoy como una premonición de la hecatombe de Nueva York.
Al asomarse al núcleo de fascinantes objetos arqueológicos que componen el verdadero tesoro de Afganistán, una historia milenaria, una parte proveniente de las excavaciones arqueológicas francesas de los años veinte y treinta y depositadas en el Musée Guimet de París y otra de diferentes museos y colecciones privadas, sorprende la cantidad de representaciones de Buda. No es una lección menor descubrir que Buda es una presencia tan habitual en la historia de Afganistán como los talwar y los chora (las armas blancas típicas del país) y, en los últimos tiempos, los Kaláshnikov. La idea monolítica de un Afganistán polvoriento y despiadado, sometido al imperio de la violencia, la traición y el fanatismo, se tambalea ante la exquisitez y la delicadeza de, por ejemplo, el arte grecoafgano de Hadda, una cima de la plástica universal. Es difícil asociar las feroces imágenes del emir Omar y sus talibanes con los serenos rostros búdicos del arte de Gandhara, pero éstos son tan afganos -o quizá más- que aquéllos.
Pasear entre los objetos es viajar en el tiempo y resucitar el esplendor de las civilizaciones que dejaron su impronta en Afganistán: el imperio aqueménida, la Grecia de Alejandro, la India gupta, el islam, los mogoles. Incluso pueden verse piezas romanas producto del contacto durante la época del imperio kushano o material de la China que habla de las profundas relaciones con el país del dragón a través de la Ruta de la Seda o de la afluencia de peregrinos budistas chinos.
Aparece en la exposición también el 'islam de luz' de antes y después de las invasiones mongolas. Se evoca la gran Herat, hoy objetivo de las bombas pero que en la época de los príncipes timúridas, Médicis mahometanos, era un gran centro cultural en el que no se podía estirar un pie 'sin tocar el trasero de un poeta'.
Afganistán también es, lo subraya el comisario Pierre Cambon en su apasionado texto en el catálogo (espléndido), la 'tierra de todas las aventuras'. Esa perspectiva atraviesa de manera más o menos subyacente toda la exposición. Desde Occidente, Afganistán ha sido lugar de la aventura, el sitio donde, como en los desiertos de Arabia o del norte de África, la tierra baldía y el rigor de los nómadas ponían a prueba el coraje de los viajeros.La aventura impregna la fértil conquista de Alejandro, la embriaguez estética de Malraux o las memorias del general Court, representante de la nómina de aventureros que incluye a los Burnes, Masson. De la visita se sale, en fin, con la sensación de haber descubierto un mundo tras el espeso cortinaje actual del conflicto bélico, un mundo de maravilla y belleza que puede y debe ser esgrimido contra el odio y contra el olvido.
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