Irregulares
El alcalde de Las Palmas envió a su colega y correligionario, el alcalde de Madrid, un cargamento de inmigrantes irregulares africanos que le afeaban el paisaje urbano y ahuyentaban a los turistas de pago que se acercaban al céntrico parque de Santa Catalina. Los doscientos irregulares vivían y pernoctaban en los jardines gozando del benéfico clima del archipiélago hasta que el alcalde Soria les puso en las manos un billete de avión sin retorno para la capital, argumentando que así estarían más cerca de sus respectivas embajadas para arreglar sus papeles o ser repatriados. Según el edil canario, los inmigrantes querían volver a sus países de origen y todos los caminos de retorno pasan por Madrid.
Los irregulares que llegaron en patera a las islas partieron de Las Palmas en avión y sin pagar un duro, aunque seguramente no viajaran ni en business ni siquiera en clase turista, sino como carga, pesada carga que el alcalde canario depositó con premeditación y alevosía sobre los hombros de su colega madrileño, que no supo apreciar el regalo y elevó sus protestas. También protestó el responsable de la inmigración porque se los habían quitado de las manos cuando estaba, por lo visto, a punto de expulsarlos por la vía rápida de la expeditiva Ley de Extranjería.
La idea de empaquetar y expedir a los 'indeseables', que manchan el paisaje y perturban el ánimo de los ciudadanos solventes exhibiendo impúdicamente en plena calle sus miserias, no es precisamente nueva. Unos días antes de la cita olímpica de Barcelona, la Generalitat pagó unas vacaciones sin retorno en Canarias a vagabundos, mendigos y marginados poco fotogénicos que aceptaron por las buenas, antes de que llegaran las malas, cambiar de clima y de océano.
El del clima es un argumento que el alcalde José Manuel Soria no ha podido utilizar con esta remesa y los irregulares no tardarán mucho en darse cuenta de las diferencias que existen entre pernoctar, ligeros de ropa, en un parque canario y hacerlo, envueltos en cartones y plásticos, en túneles inhóspitos, edificios en ruinas, grietas y agujeros en los que hurtar el cuerpo del frío invierno y de los ojos vigilantes de ese celoso funcionario de inmigración que les tenía casi atrapados en Las Palmas.
Sin dinero, sin papeles y con frío en los huesos, los doscientos irregulares africanos se fundirán -ya se habrán fundido- hasta hacerse invisibles con las sombras de esa ciudad fantasma que se superpone a otra ciudad, habitada por ciegos que se niegan a mirar lo que no quieren ver y caminan sin romperse ni mancharse entre los restos de todos los naufragios que las mareas del mundo arrojaron sobre Madrid, rompeolas de todas las Españas y de parte de África, de América y de Asia.
Dice el alcalde de Las Palmas, pero no hay que creerle mucho para que no nos engañe como a los irregulares, que los doscientos aerotransportados a la capital estaban deseando ser repatriados a sus lugares de origen, pero todos, salvo esos ciegos voluntarios, sabemos que los inmigrantes irregulares suelen destruir sus papeles precisamente para no ser repatriados y que muy rara vez piensan en el regreso a casa salvo en sus mejores fantasías en las que se ven de vuelta entre los suyos, ricos y aclamados como redentores de su familia y de su pueblo.
Los doscientos expulsados no deben esperar mucho del Ayuntamiento de Madrid, sólo buenas palabras y siempre expuestas a ser desmentidas por los hechos. El alcalde y sus colaboradores a veces miran para otro lado y los guardias municipales hacen la vista gorda ante ciertas manifestaciones de la inmigración foránea, y los inmigrantes, irregulares o no, lo prefieren así. Lo peor, deben pensar, viene cuando se ponen a hacer promesas.
La concejal de servicios sociales, Beatriz Elorriaga, se comprometió públicamente hace unos meses a legalizar el mercadillo dominical de los ciudadanos colombianos en un parque de Usera, pero los seis agentes de la Policía Municipal que aparecieron por allí el domingo pasado no venían a traerles los papeles reglamentarios, sino la orden de desalojo inmediato.
La invisibilidad sigue siendo la mejor táctica de supervivencia.
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