Por una vida sin violencia
Mi madre nació en Kabul, yo nací en Kabul, mi abuela también es afgana. Y ni yo ni mi madre ni mi abuela habíamos llevado nunca la burka. Siempre bastó con un pañuelo, como el que llevaba mi madre -y que perteneció a su madre- para tapar el pelo. La burka, que tiene más de 2.000 años, se ha usado y se usa en algunas zonas del país, sobre todo en el norte, pero nunca hasta ahora, hasta 1992, fue un delito salir a la calle sin ella. Nunca fue un delito en Afganistán que las mujeres trabajáramos, ni que fuéramos a la escuela o acudiéramos al médico. Mi país nunca fue el país que ustedes están mirando ahora y que yo tampoco reconozco. Todo el mundo lo sabe, pero han cerrado los ojos.
Tengo más preguntas que hacer que respuestas que dar: ¿por qué todo el mundo juega con la vida de los afganos?, ¿hasta cuándo vamos a morir, por qué y para qué? ¿Quién ha decidido quitarnos el derecho a elegir, el derecho a decir qué gobierno queremos, si nos ponemos la burka o no, si vamos a trabajar, como quiero ir yo, o nos quedamos en casa, como quiso mi madre?
Los talibanes dicen que esta es una guerra santa y yo me pregunto, ¿por qué santa? Esta es una guerra de la que otros países, vecinos nuestros, sacarán beneficios. Creo que no son sólo palabras mías, es el grito de los afganos: nosotros no tenemos la culpa de lo que pasó en Estados Unidos; nosotros no somos los agresores, sino las víctimas de una guerra que no es santa, sino económica, una guerra fomentada, una y otra vez, por nuestros vecinos, los paquistaníes, y por personas lejanas, en Arabia Saudí y en otros lugares. Personas que ocupan las casas que quedaron vacías y cuyas caras nunca habíamos visto antes, personas que quieren que las mujeres vistan de negro, cuando en mi país a las mujeres nunca nos ha gustado el negro.
Lo que los afganos necesitamos, hombres y mujeres, es que nos dejan hablar y que no suceda como sucede desde la caída de Mohamed Dawod Jan, que sólo tienen palabras los que tienen armas. Desde entonces no se ha vuelto a levantar un hospital en mi ciudad. Desde entonces todo ha ido de mal en peor para las mujeres. Han sido ellos, tanto los de la Alianza del Norte, con sus violaciones, robos y asesinatos, como los talibanes, que no violan pero que azotan con palos a las mujeres por atreverse a salir a la calle sólo con un hermano y que prefieren que mueran de hambre y de frío antes que permitirles trabajar, quienes se han quedado con todo. Cuando mataron a Najibulá sólo hubo trabajo para los muyahidin y sus familiares, para los que habían luchado contra los soviéticos. El resto, la gente que no había usado las armas, fue desposeída de todos sus derechos por unos y por otros. Me parte el corazón ver a los refugiados tratados como animales, pero lleva ya muchos años siendo así y ustedes tenían cerrados los ojos.
Lo que ahora hace falta es que todo el mundo vuelva a tener la palabra. Y las mujeres también. Al fin y al cabo, si la vida existe es gracias a Dios y a las mujeres. Todos, hombres y mujeres, pero sobre todo nosotras, necesitamos leyes, normas que nos devuelvan los derechos. Mi madre se casó a los 25 años porque mi abuelo no quería forzar a sus hijas a casarse demasiado jóvenes. Ahora los talibanes entran en las casas y obligan a casarse a niñas de 13 y 14 años, sin tener en cuenta la edad de los maridos.
Yo digo que detrás de nuestra tragedia está la policía secreta paquistaní. Ellos no son amigos de Afganistán y nos han hecho más daño que nadie. En mi país nunca hubo problemas para mezclarse: los tayikos se casaban con pastunes, los pastunes con los uzbekos... todos éramos afganos, nos sentíamos afganos por encima de todo, y muy orgullosos de serlo. Ahora pretenden dividirnos por etnias; es un pretexto para poder luchar, un pretexto para los que quieren seguir mandando con las armas en la mano, negándonos los derechos a los que no peleamos. ¿Qué tiene que ver el islam con todo esto? Que dejen en paz al islam y que dejen en paz a los afganos. La mayoría de nosotros sólo quiere una vida normal, con sus trabajos, penalidades y alegrías normales. Lo que quiere todo el mundo, una vida sin violencia y con derechos.
Marina Safi es refugiada afgana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Opinión
- 11-S
- Discriminación sexual
- Guerrilla Talibán
- Pakistán
- Afganistán
- Atentados terroristas
- Estados Unidos
- Terrorismo islamista
- Política exterior
- Oriente próximo
- Islam
- Grupos terroristas
- Asia
- Mujeres
- Guerrillas
- Discriminación
- Prejuicios
- Religión
- Guerra
- Terrorismo
- Relaciones exteriores
- Problemas sociales
- Conflictos
- Sociedad