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Cuidado con la televisión

Jóvenes paquistaníes protestan contra Musharraf, pero el presidente parece tener la situación bajo control

Francisco Peregil

Si el cronista llega a Quetta tras dos horas de sobrevolar el desierto que separa Islamabad de esta ciudad fronteriza con Afganistán, en la que el 12 de septiembre los integristas quemaron tres bancos, tres cines y el cuartel principal de la policía, junto al bazar; si llega a esta ciudad y le dicen que en el estadio de críquet se ha convocado la manifestación más grande que ha visto Quetta hasta el momento, y que han venido pro talibanes desde Piahim, a una hora de viaje en coche, desde Chamán, a tres horas, y desde Loralie, a cinco horas, hasta sumar 25.000 manifestantes, justo el día después de que Bin Laden llame al pueblo paquistaní a la lucha contra la 'cruzada de los americanos', el cronista se pondrá en guardia. En la retina aún perviven las imágenes de los gritos y los brazos en alto de otras manifestaciones por las calles de Quetta y las pedradas a los cámaras en la frontera de Chamán hace siete días.

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Sin embargo, la realidad podía estar distorsionada por las televisiones. De hecho, lo está. No es que los cámaras vayan buscando las imágenes más sensacionalistas -que alguno habrá-, sino que su comportamiento cambia cuando se saben filmados.

Unas 3.000 personas recorrieron ayer las calles de Quetta exigiendo a Estados Unidos que hiciera públicas las pruebas de la implicación de Osama Bin Laden en los atentados del 11 de septiembre. Había, en efecto, pancartas y gritos frente a las caras imberbes de la policía y de los reporteros pidiendo que se queme a Pervez Musharraf, el general presidente de la nación, y si no, que lo arranquen del sillón. Tal cual. Había también un integrista que aconsejó a este redactor venir a la próxima manifestación con una bandera blanca y negra -la de su partido- si quería tener la fiesta en paz. El mitin duró tres horas y las mayores diatribas ya no iban contra George W. Bush, sino contra Musharraf.

Había todo eso, pero reinaba la paz. Ni un solo incidente. Miles de manifestantes pacíficos, sonrientes, talibanes (estudiantes) iban cogidos de la mano de sus mulás (profesores), entre puestos de dátiles ambulantes.

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Daba la impresión de que Musharraf controla la situación. Sus policías antidisturbios respiraban tranquilos. De hecho, las autoridades habían movilizado un número importante de fuerzas de seguridad para oponerse a la violencia. El uso de altavoces en las mezquitas para lanzar discursos políticos se había prohibido con el fin de evitar altercados. Se podría pensar, por tanto, que las televisiones ofrecen a menudo una imagen distorsionada. Pero cuidado...

Detrás de las sonrisas, de la afabilidad, vienen las palabras. Y son bien claras. El talibán amigable de 15 años cogido de la mano por su mulá decía ayer que estaría dispuesto a dar la vida por sus hermanos afganos. Y ahí, en el campo de críquet, recogiendo las tablas del escenario, Wadar Ahmad, un muyahidin de 29 años, que ha sido entrenado como guerrillero en Cachemira y Kandahar, cuando se le pregunta por las Torres Gemelas, dice que aquel día fue uno de los más felices de su vida y que está dispuesto a irse de voluntario a Afganistán, por supuesto. Un niño llega con un trozo de pantalón quemado en su mano. Pertenece al monigote de Bush que se ha quemado en la manifestación. Los 15 niños que rodean al muyahidin dicen que el 11 de septiembre lo celebraron como si fuera el Eid, la principal festividad de Pakistán, que se fueron al bazar a tirarse petardos.

Así pues, cuidado con hacer mucho caso a las imágenes de televisión. Pero cuidado con no hacérselo. La fachada del cuartel general de la comisaría y de los tres bancos quemados tras declarar Musharraf el apoyo a EE UU aún siguen tiznadas por el fuego.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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