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LA CRÓNICA
Columna
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A Kabul con los lanceros de Bengala

Jacinto Antón

Mientras los aliados iniciaban subrepticiamente la campaña terrestre en Afganistán, yo avanzaba hacia Kabul al trote, gallardete al viento, con los lanceros bengalíes.

He pasado unos días muy intensos sumergido en la lectura de To Caubul with the Cavarly Brigade -A Kabul con la Brigada de Caballería-, las memorias del mayor Reginald C. W. Mitford, del 14º de Lanceros de Bengala, activo miembro del contingente que participó en la campaña punitiva de 1879 para vengar el ataque a la Embajada británica en la capital de Afganistán. O sea que he estado metido hasta el cuello en la Segunda Guerra Afgana, cantando, con Kipling, 'Kabul town is sun and dust,/ Blow the bugle, draw the sword,/ There I lef' my mate for ever' ( 'Kabul es sol y polvo,/ toca la corneta, esgrime la espada,/ allí dejé a mi camarada para siempre'), etcétera.

Hace 120 años el oficial inglés Reginald Mitford invadió Afganistán con un regimiento de caballería. Su relato es muy instructivo

Podrá parecer una perspectiva algo anticuada cuando se libra ya la que es, en puridad, la cuarta (o quinta, si se cuenta a los rusos) guerra afgana -y esta vez sin lanceros-. Pero yo me decía que por algo había que empezar y que era una buena ocasión para retrotraerse al siempre interesante universo de las aventuras victorianas, sección más allá del Khyber Pass hay que ver lo que está cayendo. Un paisaje mental con personajes tan queridos como el teniente Hamilton, de la caballería del Cuerpo de Guías, poseedor de la Cruz Victoria caído en la defensa de la delegación en Kabul en 1878 -y que aparece como personaje en la inolvidable novela de M. M. Kaye Pabellones lejanos-; el gallardo sir Alexander Burnes, cortado a trozos por los kabulíes en 1841, o mi favorito, el artillero James Collins, ganador también de una Cruz Victoria en Afganistán, pero desposeído de ella por bigamia.

En mi acercamiento tangencial a la realidad afgana ha influido sin duda, no lo he de negar, una debilidad por los lanceros bengalíes, especialmente los de Henry Hathaway.

Así que un áspero día de 1879 abandoné con el amigo Mitford y su regimiento la guarnición de Peshawar y partí muy pinturero hacia el revuelto Afganistán, donde se habían cargado al enviado diplomático británico, sir Pierre Louis Napoleon Cavagnari, con todo su séquito. Se iban a enterar.

Nuestro lancero describe un país bastante sombrío mientras se interna poco a poco, a finales de septiembre, con su regimiento en Afganistán. Un país 'de traición y rapiña', opresivo, lleno de moscas, en el que se reconoce a los ladrones de caballos reincidentes porque les han cortado la nariz. Una tierra parda con fortines de adobe y áridas llanuras que se alternan con desoladoras montañas de estrechos pasos, como el Dur-i-Dozukh, la Puerta del Infierno. Para mi decepción, los lanceros, por necesidades de la campaña, eran en el relato de Mitford tan apagados como el país, pues habían descartado sus vestimentas azul, escarlata y oro en beneficio del sufrido caqui.

Un día llega al campamento para parlamentar el emir Yakub Khan, que prueba a disculparse por lo de Cavagnari, achacando el percance a tropas amotinadas. Mitford acota que 'ningún afgano dice la verdad intencionadamente' y apunta que el emir tiene mirada de lechuza -lo que es lógico si se piensa que su padre, Sher Alí, le tuvo cinco años encerrado a oscuras para que no le conspirara-. Luego describe con malicioso placer el sobresalto del líder afgano al oír al 92º de Highlanders tocar sus gaitas.

A medida que los ingleses se acercan a Kabul, las refriegas con partidas de afganos se hacen abundantes. Los ghazis, fanáticos religiosos -los talibanes de la época, vamos-, enardecen a los contingentes regulares del emir, agrupados bajo estandartes de diferentes colores según el pueblo del que procede la leva. Las escaramuzas pasan a ser verdaderas batallas, pero la fuerza británica, que incluye gurjas, sijs, cañones, ametralladoras Gatlings, camellos y hasta elefantes puede con todo. Mitford y sus hombres ensartan a los guerreros afganos con las lanzas y nuestro oficial se explaya sobre su pericia como si se tratara de un campeonato de polo.

A principios de octubre, los ingleses llegan a la vista de Bala Hissar, la fortaleza en el flanco de Kabul, y poco después hacen su entrada triunfal en la capital afgana y toman formal posesión de la ciudad en nombre de Su Majestad. De visita turística en el Gran Bazar, con escolta y un revólver en la mano, Mitford señala el 'canallesco' aspecto de los kabulíes, que le sugieren 'judíos, por sus rasgos y rapacidad'. Apunta que los afganos le parecen una gente 'falsa, asesina y tiránica que sólo se regocija en la crueldad'. Observa con aprensión las figuras con burka, se pregunta si debajo habrá 'huríes o gorilas' y suspira por las 'verdaderas mujeres', las 'ladies' del Raj. Luego asiste encantado al ahorcamiento de los sospechosos de haber participado en la muerte del embajador Cavagnari...

Yo, la verdad, a esas alturas del viaje ya estaba bastante desengañado, pues imaginaba que ser lancero de Bengala era como más fino. Me costaba relacionar a ese Mitford que cabalgaba a mi lado, militarote, antisemita, xenófobo (a los gurjas los denomina 'caras de mono') y cruel, con el caballeroso sahib Gary Cooper de Tres lanceros bengalíes, inmaculado en su elegante uniforme como reflejo de su limpio corazón.

Hacia el final del libro, los afganos sorprenden a los británicos con alzamientos por todas partes y el relato de Mitford se enfanga en una lucha miserable y sin cuartel. El horror borbotea de las páginas como si todos los muertos de todas las guerras afganas, pasadas, presentes y venideras, se alzaran gimiendo entre un coro de disparos y explosiones. Mitford describe displicentemente el asedio de Sherpore, cabezas rodando por el terreno, congelaciones. ¡Dios, dónde me había metido!

Cuando nos mandaron regresar a Peshawar, yo ya no quería saber nada de Mitford y sus lanceros. Aun así, visité con ellos Lal Teebah, la Colina Roja -por los torrentes de sangre-, y presencié el asombroso espectáculo de dos elefantes muertos que, como grandes peñas grises, se iban cubriendo pausadamente de nieve. 'Kabul town is sun and dust/ Blow the bugle, draw the sword...'. Creo que ya estoy listo para la guerra moderna.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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