Esclavitud y otras iniquidades
Se encuentra la autoproclamada civilización sacando cuentas de lo que con los escombros ha sepultando la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre: vidas, cotizaciones, puestos laborales, seguridad personal y colectiva... Cuando se nos advierte de una probable supeditación de la protección de los derechos civiles a los servicios de inteligencia y del retroceso en los pasos dados hacia la implantación de un derecho verdaderamente sin fronteras, capaz de perseguir los delitos contra la humanidad.
El inventario de extravíos -de lo que hemos perdido, además de los excesos verbales que hemos escuchado- es tan amplio que no reparamos en los debates que estaban naciendo cuando la crisis los ha engullido sin dejar rastro. En agosto la revista Foreing Affairs publicaba un artículo de Henry Kissinger en el que advertía de los peligros de una jurisdicción universal que no pudiera 'contener a los justos'. Hoy sabemos a quién pertenece el derecho a castigar y de librar de cargos a propios y aliados. No ha sido el único sarcasmo del calendario. El 8 de septiembre se clausuró en la ciudad surafricana de Durban la Conferencia Mundial contra el Racismo, un encuentro promovido por las Naciones Unidas cuyas sesiones conocieron intensas polémicas. La declaración final llamó a los gobiernos a desplegar y dotar programas en favor del respeto a la diversidad y en contra de la intolerancia y de la discriminación. Apenas setenta y dos horas después de clausuradas las sesiones, cada árabe o musulmán del planeta ha de justificar, sobre todo cuando forma parte de una minoría, que no es un peligroso integrista y que suscribe los ideales de la civilización occidental.
La Conferencia de Durban discutió con amplitud las nuevas manifestaciones que adopta la discriminación racial en nuestros días pero estuvo lastrada por dos cuestiones: si la política llevada a cabo por Israel en los territorios ocupados de Palestina es racista y si la esclavitud y la trata de esclavos practicada por los europeos y algunas naciones americanas durante cuatro siglos eran parte de la agenda sobre racismo. Los africanos reclamaron a las antiguas metrópolis que pidieran perdón y compensaran a los países que padecieron aquélla lacra o a sus descendientes, siguiendo el ejemplo instituido con las víctimas del holocausto judío. Los delegados europeos y el norteamericano sostuvieron que la trata y el sometimiento a esclavitud de millones de seres humanos en el Nuevo Mundo constituían un error histórico pero no admitieron las compensaciones. La resolución adoptada proclamó que la esclavitud y la trata (en la que participaron activamente las comunidades africanas, no sólo como víctimas) constituían un crimen contra la humanidad.
Durban miró hacia el futuro pero no pudo desprenderse de las herencias del pasado. Un mes después, en Benicàssim, convocados por la Universitat Jaume I, un grupo de historiadores se ha reunido en un congreso buscando hallar explicación al cese de la esclavitud en el Caribe hispano, donde Puerto Rico y Cuba, entonces bajo soberanía española, tuvieron el raro privilegio de contarse entre los últimos lugares donde se suprimió el trabajo esclavo, en 1873 y 1886 respectivamente. La defensa de esta 'peculiar institución' tuvo en España notables partidarios: políticos como Antonio Canovas del Castillo, cuyo nombre designa hoy la fundación de estudios del Partido Popular aunque nos gustaría creer que sin suscribir sus principios, periodistas como Teodoro Llorente, que arrastró a Las Provincias a una campaña contraria a la abolición, y poetas como Núñez de Arce, buenos todos para rotular plazas de nuestras ciudades. La reina María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, participó en la trata ilegal y poseyó plantaciones y esclavos en Cuba. ¿Alguien dijo 'crímenes contra la humanidad'?
Afirmar que unos y otros se dejaron llevar del espíritu de una época es ignorar la existencia del abolicionismo desde tiempo atrás y que con la excepción de Brasil todos los países extinguieron y condenaron estas prácticas antes de que lo hiciera España. ¿Merece alguna indulgencia el recuerdo del capitán negrero Eugenio Viñes? El valenciano fue uno de los mayores traficantes del siglo y alcanzó fama por su audacia y por una ausencia absoluta de escrúpulos: en una ocasión ordenó lanzar por la borda en pleno océano a 400 de los 1.200 esclavos que transportaba su barco por hallarse falto de agua. Una descendiente suya da nombre en Valencia a la principal vía del Cabañal, donde Viñes regentaba los negocios que había levantado con el beneficio de sus criminales correrías.
Los historiadores llegados a Castellón desde diversos países no se ocuparon de la vertiente humana de la esclavitud, la más dramática, ni tampoco de sus implicaciones políticas. La atención se dirigió a la relación que el trabajo forzado sostuvo con una de las más genuinas industrias del siglo XIX: la producción masiva de azúcar destinada a ser consumida con los nuevos estimulantes de masas y con los hábitos alimenticios de los países más desarrollados. 'Con cada libra de azúcar consume usted dos onzas de carne humana', gustaba decir al público británico en 1792 el abolicionista William Fox. Y así las Antillas españolas se convirtieron en la principal región exportadora de azúcar de caña y la que más trabajo esclavo demandaba. El ciclo se hizo insostenible cuando la provisión de brazos no pudo seguir el ritmo ni la complejidad que imponía la industrialización del proceso, pero también cuando la comunidad internacional incrementó las presiones sobre el gobierno español y los mismos esclavos, atisbando la libertad, multiplicaron las formas de resistencia y encarecieron el trabajo forzado. Sólo entonces las autoridades conservadoras se avinieron a discutir el problema. No había nada personal en todo ello, sólo cálculo económico. Y para acomodar las exigencias materiales a la conciencia personal y a la moral pública (y cristiana), se había hecho de la diferencia étnica un criterio de discriminación humana que justificaba la reducción de los africanos a esclavitud.
Los historiadores hablamos del pasado pero los argumentos de los que nos servimos contribuyen en ocasiones a explicar parcelas de nuestra época, sea el actual tráfico de mano de obra procedente de África y Latinoamérica o los prejuicios raciales que lo acompaña y que sirve para justificar la discriminación legal y salarial que se practica hacia los nuevos desheredados.
José A. Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat Jaume I
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