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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pulso en la Universidad

El Gobierno ha planteado la reforma de la Universidad en el momento óptimo: la mayoría de los sectores universitarios aceptan que la LRU (Ley de Reforma Universitaria), tras 18 años en vigor, necesitaba un recambio. Pero a partir de ahí todo han sido torpezas. El procedimiento empleado por la ministra de Eduación para llevar a cabo la reforma ha ido de desencuentro en desencuentro hasta comprometer seriamente las perspectivas de cambio. Ha predominado la desconfianza, y hasta un cierto menosprecio, como si todo lo hecho hasta ahora careciera del más mínimo mérito, aun cuando las universidades han hecho un enorme esfuerzo por mejorar sus prestaciones en investigación, en adaptar sus programas docentes y en acoger a un número creciente de estudiantes en condiciones de financiación muy alejadas de los promedios europeos. Se ha puesto en cuestión a los órganos representativos y de gobierno con caprichosas modulaciones: los rectores y los claustros parecían especialmente criticables, mientras que en las juntas de gobierno y en los consejos sociales podía confiarse más.

El resultado es que el Gobierno ha impuesto un procedimiento prácticamente de emergencia, reduciendo al mínimo el debate en el Parlamento y fuera de él. Sacará adelante la ley apoyado en su mayoría parlamentaria, pero hay pocas esperanzas de que su impacto sea positivo, porque se tratará de una norma impuesta contra la voluntad de la mayoría de la comunidad universitaria y porque su contenido adolece de graves defectos que, con otro talante, hubiera sido posible modificar. Así, la selectividad, detestada por tantos, tenía graves contraindicaciones, pero cumplía un papel innegable y fácilmente comprensible en la homologación nacional de la enseñanza recibida en todos los centros de secundaria, públicos y privados. Su supresión, sin una alternativa viable de homologación y sin clarificar el procedimiento de las pruebas de acceso por centros, plantea más incertidumbres de las que despeja. O la habilitación tal y como está planteada, con pruebas que son una auténtica 'oposición', pero con un numerus clausus por área, va a ser de muy difícil organización práctica y va a generar un sinfín de malentendidos entre la situación de 'habilitado' y la de 'profesor sin plaza'. Estos temas y muchos otros, como el tratamiento de las universidades privadas, hubieran merecido, quizá más que los relacionados con los órganos de gobierno, una discusión en profundidad para evitar situaciones imposibles en el futuro.

El Gobierno está en su derecho de imponer una reforma que pueda redundar en una mejora a largo plazo de la institución universitaria, resistiendo presiones corporativas en defensa del interés general, aun cuando en el sector de la enseñanza la experiencia y el buen sentido aconsejan la complicidad de quienes tienen que aplicar la norma día a día. El que esa mejora se vaya a producir es más que discutible, pero lo que de ningún modo se entiende es su énfasis en desautorizar a los principales órganos representativos de las universidades, perfectamente legítimos de acuerdo con la normativa vigente y con una labor en su haber que merece algo más que el desaire. Los plazos y las formas de transición entre dos legislaciones no ponen en cuestión los objetivos básicos de la reforma, por muy discutibles que éstos sean, pero ha parecido que dejar claro quién manda y asegurarse de que serían apartados de forma fulminante los supuestos responsables de todos los males de la Universidad era más importante que los contenidos.

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El anuncio de la nueva ley fue acogido con cierta esperanza, y las primeras reacciones a las líneas generales de la reforma expuestas por la ministra presagiaban un debate constructivo. Ya la materialización de esas líneas en normativa concreta alarmó a gran parte de la comunidad universitaria, y sobre todo el método escogido para sacarla adelante arruinó las posibilidades de consenso. Todo parece indicar que estamos ante una ocasión lamentablemente perdida para que la Universidad se embarque con ilusión en una reforma cuya necesidad pocos discuten.

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