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CRÓNICAS
Columna
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La tarde del escritor

Juan Cruz

Ahí está Francisco Ayala, abriendo la puerta. Su esposa, Carolyn Richmond, le pregunta si ahora quiere un whisky, pero todavía no es la hora, prefiere agua con gas. El escritor, que en marzo del año próximo cumplirá 96 años, tiene otra vez el pelo crecido, que le cae suave, muy leve, sobre su cuello; ya no es aquel pelo crespo y de recluta que tuvo hace unos meses, cuando sus amigos le llevaron de un lado a otro para celebrar los 95 años del maestro. No, no es aún la hora del whisky, pero él sigue tomándolo al anochecer, mientras cena frugalmente en su casa diáfana que, aun en la frontera de las ocho de la tarde, mantiene, como si fuera un amuleto, la luz natural de esta zona ahora tan desolada del Madrid de las Cortes.

Lo que le molesta, después de dos semanas de hospital, es que la gente pregunte por él como si le hubiera caído una hecatombe; pocos supieron de la gravedad de su estado, pero sí circuló entre los que saben de su vida cotidiana preocupación por su salud. En 1990, cuando le dieron el Cervantes, le pasó algo así en Nueva York, y estuvo desaparecido del combate diario, recluido en un hospital que nadie conocía, cuidado entonces también por la profesora Richmond, la mujer que puso en pie recientemente todos los cuentos de Clarín.

Ahora, este exilio al que le obligó la (mala) salud lo vivió Ayala en la clínica Jiménez Díaz; debilitado por los medicamentos y por la postración, el escritor ya recuperó todas las facultades que tiene cuando muestra su agrado o su ira, cuando las cosas le gustan o le disgustan, y ya tiene otra vez la mesa llena de lo que más puede levantarle la moral, los libros. Está leyendo la reciente edición que de la obra de Bécquer ha hecho para Tusquets Luis García Montero, su gran amigo y paisano, y degusta ese libro con la pasión de un lector agradecido: 'Da gusto', dice, 'enfrentarse al libro de un amigo y considerar que está verdaderamente bien, bien escrito, bien documentado, y que además no cae como un ladrillo sobre los pies'. Con ese mismo espíritu espera iniciar la lectura de La costumbre de vivir, las memorias de José Manuel Caballero Bonald, por cuya literatura y por cuya manera de ser profesa una gran estima.

Él mismo es un hombre de gran memoria, pero ahora ni las escribe ni las dice; no es que el tiempo le haya hecho un hombre de pocas palabras, es que en él las palabras siempre fueron escasas pero exactas, a veces como dardos, a veces como interrogantes; no deja que caiga el día penetrando en su silencio con consideraciones estúpidas o banales sobre lo que pasa o sobre lo que nos pasa.

La casa sigue manteniendo ese ruido austero que se parece al silencio. Hasta él llegan las noticias de lo que pasa, como es natural, de modo que rápidamente una conversación con él llega a la médula de lo que sucede, y en este caso hablamos de los nacionalismos que proliferan aquí y en todas partes y que ahora son la raíz de las guerras o de los enconos. Y precisamente a partir de la palabra raíz, el escritor se indigna hoy: '¡Raíces, raíces! ¡Los hombres no tienen raíces! ¡Las raíces las tienen los vegetales!'.

Sus pasos por la tierra le llevaron de Granada a muchas partes, en España y en América, pero en ningún sitio, dice, le crecieron esas raíces bajo el terreno, de modo que ahora es de esta casa diáfana de la que sale muy poco, sólo cuando le da la gana; la edad, admite, tiene algunas ventajas poderosas, entre las cuales está la de hacer lo que le da la santísima gana; cuando recibe invitaciones que en otro tiempo de su vida hubieran constituido un compromiso, pues dice que no o no dice nada, y nadie le puede reprochar a un hombre de más de 95 años que no se desplace para dar lustre a celebraciones que muy bien también podrían ahorrarse. No es florero ni ornamento, y ahora ni siquiera da entrevistas; para qué.

Por esa vía del nacionalismo que tanto desprecia llegó a una escena reiterada de su juventud, cuando iba a tomar cervezas en una cervecería de la plaza de Santa Bárbara. El dueño, un alemán, discutía con él y con sus amigos de la política de entonces, que se acercaba peligrosamente a los tiempos hitlerianos, y zanjaba siempre las discusiones sobre sus criterios o su identidad: '¡Yo soy alemán, alemán y alemán!'. Así, cree Ayala, se siguen terminando muchas de las discusiones de hoy, con la reiterada dignidad de la identidad del contrincante.

Ahora vuelve a leer a Bécquer tomándose el whisky del anochecer en una casa que es también el retrato doméstico de su propia austeridad.

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