Vicios privados: el mapófilo
Hay aficiones que se comentan en voz baja a pesar de ser de lo más inocentes. Una de ellas es la mapofilia. El autor de estas líneas es mapófilo rendido y confeso. Se queda colgado ante cualquier mapa que se le cruce por delante, sea el de las marquesinas de la parada de los autobuses, el del exterior de los metros, el de las autopistas de Francia, el de la ruta de los diplodocus de La Rioja, etcétera. Huelga decir que ante un atlas nos quedamos literalmente hipnotizados. Basándonos en el principio universal de que uno nunca es original, nos lanzamos a demostrar que, como las ratas, si se llega a ver un mapófilo es que hay muchos más que han pasado desapercibidos. Para ello nos trasladamos al Instituto Cartográfico de Cataluña, una institución modélica donde hace unos días se exhibían Els mapes del territori de Catalunya durant dos-cents anys, 1600-1800. Casi todos los mapas, primeras ediciones (61 de 64) procedentes de fondos propios, instituciones y particulares. Todo un lujazo. Muchas veces los mapas te hablan un idioma más claro que la historia o que los políticos. O, dicho de otra forma, son como el poso que queda en el colador después de hacer pasar a la historia a través de él. Era una ocasión sin precedentes para comprobar si los mapófilos salían de sus escondrijos y daban la cara. Hablamos con la señora Montserrat Galera, directora de la cartoteca del instituto y organizadora de dicha exposición. Estaba contenta, casi eufórica por el resultado. Mucha más gente de la prevista, gente de la calle, también universitarios y catedráticos. Incluso políticos. ¡Ajá!, pensamos, ahí están. Le preguntamos si creía que había locos por los mapas. Nos dijo que sí, evidentemente, que la fascinación por los mapas es antigua y se puede comprobar y renovar con un simple vistazo a los visitantes de la exposición. Lo que nos temíamos: la mapofilia atraviesa las capas sociales en vertical. Lo mismo que un cartógrafo puede ser al mismo tiempo aficionado a buscar setas, un especialista en informática puede ser mapófilo. La diferencia es que el primero puede comprarse las setas, mientras que el segundo poco más puede hacer que mirar sin tocar. En Cataluña, tierra abonada al asociacionismo, si hay una asociación de amantes del caganer o de fumadores de pipa, debiera haber una de amantes de los mapas. Una asociación en que los mapófilos, a falta de posibilidades reales de convertirse en coleccionistas, pudieran comentar las últimas novedades e incluso intercambiarse o prestarse algunos ejemplares. El día en que acudimos a la exposición del Instituto Cartográfico, no pudimos aguantar la tentación de hablar con algún visitante, presunto mapófilo. Alguien con pinta de lo más normal metido en plena mañana de un día laborable en el Instituto Cartográfico no podía ser trigo limpio, dicho sea con toda la simpatía del mundo. No parecía estudiante, iba sin chaqueta, llevaba una bolsa de papel, se paraba un cuarto de hora ante cada rotulito explicativo y lucía una mancha de tinta en un bolsillo de la camisa. Esperamos a que saliera, nos identificamos y le preguntamos a bocajarro si se consideraba un loco por los mapas. Muy amablemente nos respondió que sí, que no sólo le gustaba mirarlos, sino hacerlos. Y que se llamaba Jordi y su profesión, infógrafo de uno de los periódicos más importantes de Cataluña, se lo permitía. Al oír aquella declaración y ver el rotring que salía del bolsillo, entendimos lo de la mancha. ¿Y el detalle casi romántico del rotring? Un recuerdo de los viejos tiempos. Hoy, para distraerse, dibuja para su propio placer los mapas a mano, a pulso, como antes. Una última y casi morbosa curiosidad nos devolvió al despacho de la señora Montserrat Galera, la mencionada directora de la cartoteca. Queríamos saber si ella misma se consideraba una loca por los mapas. Sería un pleonasmo en estado puro: como una loca por los dulces trabajando en una pastelería. O una loca por el caviar trabajando en Can Ravell o en Casa Quílez. Para morirse de una sobredosis. Nos contestó que sí, pero que ante la imposibilidad práctica de ser coleccionista se tenía que contentar con vivir todos los días rodeada por 300.000 de ellos, más 30.000 libros de geografía y 250.000 fotografías. Eso sí, nada de su propiedad. Nos comentó aspectos históricos de la mapofilia. Por ejemplo, que muchos de los mapas expuestos deben su origen al simple expolio: son hojas arrancadas de antiguos libros de historia o de geografía. Gracias a ellas supimos del caso de don Josep Aparici (1653-1731), recaudador de impuestos al servicio de Carlos II, mapófilo y finalmente autor de un mapa de Cataluña de 1720. Contento, no pudo resistir la tentación de poner su nombre al lado de Caldes de Montbui, que era su pueblo natal. Y es que la mayoría de los mapófilos, tal como se ha señalado, no son coleccionistas. Se conforman con ejercer de autores o de mirones.
Hace unos días hubo una exposición de mapas en el Instituto Cartográfico. El mapófilo es un ser curioso...
Y para acabar, una buena noticia para los mapófilos: a causa de la buena acogida popular de la exposición que acabamos de comentar (y que desgraciadamente ha durado muy poco por problemas logísticos), se ha acordado montar otra permanente con los mejores fondos del Instituto Cartográfico.
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