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El Parlament y la vida

Francesc de Carreras

Algunas noticias de los últimos días, contempladas en el marco del reciente debate de moción de censura, incitan a tratar el asunto del distanciamiento del Parlament respecto de la sociedad catalana.

Este distanciamiento se pone de relieve periódicamente en la escasa participación en las elecciones autonómicas de determinados sectores muy significativos de la población catalana. En concreto, muchas ciudades del entorno de Barcelona -Badalona, Santa Coloma, El Prat o Rubí, son casos muy claros- tienen niveles de participación que oscilan entre el 50% y el 52%. En otras ciudades de la Cataluña interior -Igualada, Vic o Manlleu, por ejemplo- la participación electoral asciende, en cambio, a cifras que oscilan entre el 64% y el 68%.

Este grado de participación contrasta con el de las elecciones generales. Mientras que la participación en las ciudades del cinturón industrial asciende unos 10 puntos, las del interior se mantienen igual. De todo ello es fácil deducir que en las primeras, con un fuerte crecimiento inmigratorio en las décadas de 1950 y 1960, existe un cierto desinterés por las elecciones autonómicas, como si algunos sectores sociales consideraran que los comicios catalanes no van con ellos. Además, cabe añadir que es preocupante también el bajo nivel general de las elecciones autonómicas catalanas si las comparamos con las de otras comunidades: téngase en cuenta que Cataluña tiene una abstención que supera en más de 10 puntos a La Rioja, Cantabria, Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía o el País Vasco.

Todo ello quiere decir que algo pasa, que alguna desconexión existe entre el Parlament resultante de unas elecciones con tan alta abstención y la sociedad. Ahora bien, ¿qué pasa? Las dos noticias a las que antes me refería quizá contribuyan a desvelarlo.

El pasado 4 de octubre, la asamblea de la Federación de Barcelona de la Joventut Nacionalista de Catalunya (la rama juvenil de Convergència) adoptó una resolución por la cual se reprueba en términos muy duros a Alberto Fernández Díaz, líder del PP en Cataluña, por haber utilizado el castellano en su intervención en el debate de política general celebrado en el Parlament unos días antes. Entre otras cosas, la resolución dice que se considera 'una provocación el uso de una lengua que no es la propia de Cataluña'. Además, añaden, con ello se demuestra una vez más que el castellano en Cataluña es una lengua de imposición: '¿Qué es si no el uso del castellano', se preguntan las juventudes convergentes, 'en una Cámara que tiene como lengua oficial y propia el catalán, en tanto en cuanto representa la soberanía del pueblo de Cataluña?'.

Es obvio que en su resolución los jóvenes del partido de Jordi Pujol ignoran las leyes catalanas: ni el catalán es la única lengua oficial, ni el Parlament representa la soberanía del pueblo de Cataluña, en el caso de que la soberanía pudiera representarse. Pero lo inquietante es que se intente impunemente coaccionar la libertad de un diputado a expresarse en la lengua que libremente ha escogido y que, a la vez, con su reprobación, se menosprecie a tantos ciudadanos que también la tienen como propia. Todo ello, naturalmente, en nombre de un integrismo ideológico claramente incompatible con las reglas de un Estado democrático.

Por otra parte, el pasado domingo, las dos grandes federaciones de casas regionales -que agrupan a más de 300 entidades- celebraron un encuentro del que queremos subrayar dos acuerdos.

Primero, acordaron reclamar al Gobierno de la Generalitat que su interlocutor con la Administración autonómica sea el Departamento de Cultura y no el de Bienestar Social, dado que son entidades culturales y no entidades benéficas. Esta situación, que dura desde hace muchos años, es una de las muestras más vergonzosas del sectarismo y el escaso respeto al pluralismo que pone de manifiesto el Gobierno catalán. En el fondo, la razón para no reconocer que las casas regionales son entidades culturales es la misma que alegan las juventudes de Convergència para reprobar a Alberto Fernández: una concepción de Cataluña como nación homogénea, con una única cultura y una única lengua. Una nación, por cierto, irreal e inexistente: sólo hay que salir a la calle y tomar contacto con la gente para darse cuenta de ello.

En otro de sus acuerdos, las casas regionales defienden el bilingüismo y exigen un tratamiento equitativo del catalán y el castellano en las administraciones públicas de Cataluña. Esta posición de las casas regionales contrasta con la política lingüística de la Generalitat y con la legislación actual: donde el Gobierno catalán impone como norma el monolingüismo -le llaman, incluso, 'normalización' (sic)-, las casas regionales, con un mayor espíritu de tolerancia y concordia, reclaman pluralismo lingüístico, libre uso de cualquiera de las dos lenguas.

Nadie hasta ahora ha considerado públicamente ofensiva la resolución de las juventudes de Convergència contra Alberto Fernández Díaz. Me temo que la más que justa reclamación de las casas regionales caerá también en el vacío, allí donde está desde hace muchos años, sin que tampoco nadie en el Parlament manifieste que depender de Bienestar Social y no de Cultura supone ofender a muchos ciudadanos de este país. El Parlament, al parecer, no está para discutir estas cosas: son temas tabú en la política catalana. Y si un diputado efectúa una transgresión de estas reglas no escritas, los jóvenes talibanes se encargan de él. Los demás permanecen callados.

La distancia entre la calle y el Parlament se agranda: la abstención aumenta, nadie se inquieta. En la calle está la vida. El Parlament, por lo visto, prefiere, parodiando un título de Juan Marsé, encerrarse con un solo juguete, el juguete de la identidad.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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