La ignorancia del infiel
En la más famosa novela del ochocientos italiano, I promessi sposi, Alessandro Manzoni describe la gran epidemia de cólera en la Milán del siglo XVII. Ante la incapacidad para entender la procedencia y la naturaleza del terrible flagelo, la reacción consiste en negar primero su existencia y luego en atribuirla a las causas más disparatadas. En el límite, el gobernador español prolonga esa ceguera deliberada hasta el mismo momento en que cae fulminado por la enfermedad.
Es un mecanismo que, de forma inesperada, se ha reproducido entre nosotros en las semanas que siguieron a los atentados de Nueva York y de Washington. En lugar de reflexionar acerca de las consecuencias de la tragedia e indagar sobre su gestación, entraron muy pronto en juego un añejo antiamericanismo y ese curioso pacifismo de raíz paleocomunista según el cual hay que celebrar todo lo que resulte negativo para el capitalismo norteamericano, culpable de los males presentes y futuros que pudieran existir sobre la Tierra.
Tampoco ha contribuido a aclarar las cosas nuestro corto gremio de islamólogos, a pesar de la notable calidad de algunos de ellos. Los más torpes, esgrimiendo el apolillado argumento de la ignorancia del infiel, han llegado a condenar in toto a 'la clase culta occidental' que se atreve a opinar sobre la civilización musulmana y hace algo 'aún más grave y censurable: cuando la juzga'. 'Las civilizaciones sólo son conocidas y explicadas desde dentro de ellas', proclama un celador del Islam intocable. No fue esta cerrazón denominador común, pero en todo caso prevaleció la actitud de eludir cualquier intento de sacar a la luz la peculiar lógica islámica del terrorismo del 11-S. Tal vez pensaron que profundizar en esa responsabilidad islámica de la tragedia podría fomentar la ya demasiado presente xenofobia antiárabe. En suma, que lo único claro serían nuestras responsabilidades al difundir la miseria a nivel mundial -no cuenta, al parecer, la explosión demográfica de raíz religiosa- y ser pasivos, cosa cierta, ante el aplastamiento sufrido por los palestinos. Nos encontramos, pues, sumidos en una ceremonia de la confusión a la que contribuye el coro de equidistantes que ponen la barbarie del 11-S al nivel de la Arabia que vino a redimir Mahoma (K. Armstrong), o del despido de profesores de religión (!), sin olvidar la trivialización del integrismo de un Bin Laden descrito en un artículo, por lo demás excelente, de Argullol como 'miserable parodia del Islam'.
De parodia del Islam, nada, y éste es el fondo del problema. Bin Laden y los talibanes no representan al Islam, pero sí a una vieja tendencia dentro del pensamiento islámico que busca la superación de los retos planteados por el cambio histórico forzando el regreso a la pureza de los orígenes. Se trata de un impulso de naturaleza fundamentalmente religiosa, con un sólido arraigo en el enfoque del sunnismo, la creencia mayoritaria del Islam, que se centra en la doctrina fundacional de Alá, contenida básicamente en el Corán y en las sentencias o hadiths. A partir de ahí, siempre estará presente la tentación de ceñirse a ese mensaje inicial, rechazando todo propósito de innovación. Es lo que propondrán sucesivamente la escuela jurídica hanbalí, teóricos intransigentes como Ibn Taymiyya -un hombre del siglo XIV muy presente en el fundamentalismo actual- y, por fin, el puritanismo militante de Abdul Wahhab y de los saudíes desde el siglo XVIII. El recorrido no es pura arqueología, como tampoco lo es la evocación de los textos coránicos que constituyen su referencia, porque de ahí surgen los Bin Laden. En esa trayectoria que culmina en el wahhabismo, hoy doctrina oficial de la Arabia Saudí, se conjugan una postura rigorista que envuelve a los usos y al vestido, la obsesiva centralidad de Alá, que incluso posterga el papel de Mahoma, y una actitud agresiva contra todos aquellos que no comparten las propias posiciones, y a quienes, aun siendo musulmanes, se les califica de infieles dignos de ser exterminados mediante la yihad. Una actitud brutal e implacable, puesta de relieve en la conquista de La Meca y de Medina a comienzos del siglo XIX, en la destrucción de centros sagrados del shiísmo y que en el último tercio del siglo XX viene transferida a la voluntad de exterminio de la supuesta injerencia occidental. Ésta resulta condenada en tanto que profanación y puede resultar de la simple presencia de cualquier símbolo cristiano en dar al-Islam, el espacio sagrado que Alá reservó al poder y a la presencia de los creyentes. Unas banderas de Estados cristianos al lado de la sagrada saudí bastan para clamar contra la violación de lo prohibido (haram), justificando la insurrección sangrienta de La Meca en 1979.
En sus dos primeros siglos de historia, el enemigo, esos infieles a eliminar por los wahhabíes, son los demás musulmanes que celebran al Profeta casi al nivel de Alá, construyen tumbas y minaretes, o mantienen costumbres ajenas a la austeridad del Islam primitivo. Pero, en los últimos tiempos, la amenaza procede de la presencia hegemónica y de las costumbres de Occidente. Además, los ingresos procedentes del petróleo convierten a los antiguos beduinos en hombres enriquecidos, con acceso a una tecnología moderna, pero no menos entregados al mito del Islam de los orígenes. En los años ochenta y noventa, dos episodios favorecerán el tránsito hacia un pulso a muerte con Occidente (léase con los Estados Unidos): la guerra del Golfo, consagrando la presencia del infiel en la región, y la de Afganistán, que inesperadamente permite superar la secular fragmentación del Islam en una guerra victoriosa, con la llegada de voluntarios de todas partes que al regresar serán otros tantos misioneros de la intransigencia y de la yihad. Su resultado, además, supone la construcción por los talibanes de un orden social y político salafí, 'de los piadosos antepasados', vuelto como el wahhabismo hacia el mito del Islam primitivo, cuya excelencia constituye el único antídoto frente a la contaminación de la modernidad importada por los infieles. Los dólares del petróleo hicieron el resto, creando en el marco de la globalización la posibilidad de que un Soros antisistema plantease desde su refugio afgano, como hiciera el año 1100 el 'viejo de la montaña', jefe de los 'asesinos', un asalto a ese mundo impío que profana la tierra santa del Islam y humilla a los creyentes.
Palestina sirve de referente legitimador: la miseria de las masas musulmanas es su ejército de maniobra. Pero la motivación de Bin Laden es religiosa, siempre teniendo en cuenta que en su fórmula originaria el Islam es una religión del poder que compensa la sumisión total de la umma o comunidad de creyentes a Alá, con la superioridad esencial de esa misma umma sobre cualquier otro colectivo humano. Y que, en caso de verse amenazada, como ahora sucede, según los integristas, determina la necesidad de una lucha sin cuartel ni límites. Así actuaron sus antecesores wahhabíes, buscando, por medio de la yihad y el exterminio de los infieles, una depuración del Islam. El resultado fue el establecimiento del régimen vigente aún hoy en Arabia, un Estado donde todavía imperan una exclusión de todo lo directa o indirectamente ajeno al Islam (hasta la fotografía de seres vivos es prohibida), un fundamentalismo que condena aquello que pueda entrar en conflicto con la sharia y el obsesivo control de las costumbres y el vestido, con ese ser inferior que es la mujer, según el Corán 4, 38/34, en calidad de víctima designada.
Como en el régimen afgano de los talibanes, cobra forma en nombre de Alá un infierno que elimina la posibilidad de una vida humana libre y, en especial, esclaviza a la mujer. Sólo que Arabia Saudí es aliada de los Estados Unidos y tolera su presencia en tierra sagrada: traición imperdonable para un creyente ortodoxo. Desde este supuesto, la misma opulencia surgida del petróleo, con el apoyo de la técnica y de la red de comunicaciones mundializada, servirá para que desde el fondo integrista wahhabí surja el intento de emprender una ofensiva, sin reparar en las muertes de 'paganos' que pudiera ocasionar, de la cual resulte una victoria del Islam -de su Islam- a escala mundial, la imposición de sus códigos de intransigencia en un mundo musulmán unificado por la yihad y la derrota del gran poder infiel.
A pesar de su presencia recurrente en el vocabulario de Bin Laden, la espada ha sido sustituida por todos los medios de agresión disponibles al servicio de Alá, en tanto que la voluntad de exterminio y sus fundamentos siguen siendo los mismos de Abdul Wahhab. En el plano histórico, estamos ante un caso de resurrección de un monstruo del pasado, por efecto de las transformaciones económicas y tecnológicas en un cuadro de conflictos de alta intensidad. Bin Laden se proponía decapitar a los Estados Unidos; lo ha conseguido merced a la conjugación de elementos modernos (la aviación, la organización de la red terrorista) y tradicionales (la exaltación de quien muere por la causa del Islam). Del Corán y los hadiths puede entresacar las referencias que necesite para conferir el marchamo de ortodoxia a su lucha a muerte contra Occidente y contra la tolerancia aún imperante en el Islam moderado. Es una batalla en dos frentes, declarada por el integrismo, no por Bush, y en ninguno de ellos puede el mundo civilizado actual, musulmanes incluidos, permitirse la derrota.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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