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Columna
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Patria andaluza

El único argumento a favor de un Estado de las Autonomías es la eficacia, lo demás son cuentos. La existencia de una administración autónoma no se justifica apelando a un supuesto sentimiento identitario, sino demostrando que gracias a ella se hace menos cola en las ventanillas. No digo que uno no pueda sentirse muy andaluz, muy de Almería, o incluso muy de La Chanca; digo que esas emociones, producidas como sabemos por el sistema nervioso, no justifican por sí mismas la existencia de un presidente de la Junta o de la Generalitat.

Muchos aspectos de la gestión han mejorado con la implantación de las autonomías. Otros han empeorado notablemente con los conflictos de competencias. Donde antes había un ministro hoy han crecido dos organigramas, que en realidad son cuatro: ayuntamiento, diputación, comunidad autónoma y gobierno central. Yo no diría que la efectividad administrativa justifica la creación de esos Estados fuertemente centralizados, pero más pequeñitos, en que se han convertido las comunidades autónomas. Más bien parece todo lo contrario: que la eficacia administrativa exige un adelgazamiento del tejido burocrático. Un sistema de delegaciones y mancomunidades de municipios sería igualmente efectivo y más barato.

Con todo, mi principal reproche al Estado de las Autonomías no es el gasto que genera, sino los principios ideológicos sobre los que se sustenta. Confieso que soy muy poco sensible a todo ese rollo de las nacionalidades y que cuando Amparo Rubiales habla en este periódico del 'sentimiento identitario andaluz' o menciona al 'padre de la patria andaluza Blas Infante' siento el mismo rubor que cuando Arzalluz saca en procesión a Sabino Arana. Para mí no hay diferencia entre estos dos discursos y la retórica que escuchaba en mi infancia sobre el nacionalismo español de los Reyes Católicos. Todos ellos tratan de construir una comunidad de individuos unidos por lo que les diferencia de otros.

Para que la creación de un Estado no sea percibida como un mero capricho los políticos se ven obligados a subrayar su hecho diferencial, aquello que justifica el nacimiento del nuevo Estado. Si en las nacionalidades llamadas históricas este proceso resulta peligroso, en las que carecen de historia (es decir, en aquellas en las que resulta más evidente que el hecho diferencial es un camelo) el proceso además de peligroso, resulta patético. No tengo que recordar el debate sobre el acento andaluz de Canal Sur o ciertos ejercicios escolares que buscan sinónimos andaluces de palabras castellanas.

Los últimos acontecimientos sucedidos dentro y fuera de España parecen mostrar que ese no es el camino, aunque algunos políticos no se den por aludidos y sigan, por inercia o interés, pedaleando en sentido contrario. No parece sensato seguir subrayando la diferencia, sino señalar el terreno común sobre sí estamos de acuerdo. En 1982 el 60% de la población se sentía andaluza. Hoy ese porcentaje ha subido al 92%, y eso le parece a Chaves un éxito de su política. Y sin duda lo es, aunque seguir por ese camino, aquí, en el País Vasco y en los Balcanes, sea también un disparate.

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