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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Afganistán, segundo acto

La confirmación por EE UU de que ha iniciado operaciones de comandos en territorio afgano, en Kandahar, cerca de la frontera paquistaní, abre una nueva fase en la guerra contra el régimen integrista talibán y la red terrorista de su socio Osama Bin Laden. Aniquiladas sin resistencia las defensas antiaéreas y los centros de mando, control y comunicaciones, EE UU ha decidido comenzar misiones relámpago para eliminar combatientes afganos, destruir objetivos más precisos y estrechar el cerco del que considera cerebro del terror internacional. Este segundo acto de un combate reiteradamente presentado por el presidente Bush como dilatado en el tiempo se había anticipado en los últimos días con el despliegue de los letales aviones artilleros AC-130, máquinas lentas de enorme potencia de fuego cuya actuación exige la anulación previa de cualquier capacidad antiaérea, y de una flotilla de emisoras volantes que emite propaganda advirtiendo la presencia de tropas de tierra y pidiendo a la población que no se interponga en el camino de las fuerzas atacantes.

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A diferencia de otras empresas bélicas anteriores, Washington ha escogido el silencio espeso como una de las armas en su guerra contra el terrorismo islamista. El hermetismo puede estar justificado militarmente, pues la sorpresa es en sí misma una ventaja, y el éxito contra un enemigo difuso y proclive al ocultamiento tiene en el secretismo un aliado indispensable. Pero la falta de información es mucho menos aceptable en el frente interior de una democracia. Es inquietante que a estas alturas, cuando está pendiente de aprobación el conjunto de medidas antiterroristas propuesto por Bush al Congreso, el Departamento de Justicia estadounidense siga sin facilitar datos concretos del elevado número de personas detenidas en conexión con los devastadores atentados del 11 de septiembre. O de su situación policial o judicial. Se sabe que muchas de ellas han sido puestas en libertad, pero se ignoran los fundamentos de las sospechas que mantienen a otras en prisión, su misma identidad o cuál es su horizonte inmediato. Y la palabra del ministro Ashcroft, según la cual todo se está haciendo conforme a la ley, es obviamente insuficiente.

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El Pentágono había hablado de una guerra secreta, y parece que ésta es la fase que comienza en Afganistán tras dos semanas de bombardeos aéreos masivos y de lanzamiento de misiles desde la flota aliada en el mar Arábigo. Entre sus misiones, las unidades especiales deben conseguir información directa de la fuerza y emplazamientos de la milicia talibán (incluida la captura de combatientes para su interrogatorio), proporcionar las coordenadas exactas para su destrucción y aislar progresivamente de la población a Bin Laden y los suyos. Presumiblemente, para alivio de Bush y su Gobierno, pero también de sus aliados, las imágenes del disparo de cohetes desde navíos de guerra o las consecuencias de su impacto en Afganistán filmadas por la televisión qatarí tienen los días contados. Washington, hermético hasta ahora sobre las pérdidas humanas infligidas a sus enemigos, pretende conseguir un bajón informativo suficiente para apaciguar las protestas contra sus ataques en los países musulmanes y evitar de paso que los talibanes y el cerebro de Al Qaeda se organicen sobre datos de las acciones militares estadounidenses divulgados por las televisiones globales.

Pero la presencia de tropas sobre el terreno inaugura también el recuento de muertos en sus filas -ayer, los dos primeros-, un tabú que EE UU no ha superado desde Vietnam. Los talibanes, hasta ahora machacados desde el aire, aguardan este momento del simbólico cuerpo a cuerpo, como anuncia retador su embajador en Pakistán. No sólo para probar a su enemigo por antonomasia que pueden ser un rival a considerar, sino sobre todo, y como corredores de fondo que son, porque conocen que los muertos en empresas lejanas tienen el poder supremo, en los países democráticos, de alterar el punto de vista de la opinión pública más belicosa y de aflojar de paso las alianzas más aparentemente firmes. Entre otros, éste es uno de los argumentos decisivos para que el derrocamiento del régimen integrista y el cerco de Bin Laden y sus fanáticos secuaces se produzca lo más rápidamente posible.

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