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Columna
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La isla de Salamanca

A mediados de 1966, la revista madrileña Nuestro cine dedicó su número 52 al suceso de la llegada de Nueve cartas a Berta a las penumbras del cine franquista. Era, en un cementerio de imágenes dóciles, el destello de una película muy escurridiza, libre y completamente viva, obra de un tal Basilio Martín Patino, un joven desconocido que, sin embargo, ya tenía la piel de los ojos curtida por una década de brega en la agitación del cine resistencial antifascista. Y hay algo no fácil de precisar, que flota en el trasluz de este hermoso filme y que parece un brote, hecho historia, de la prehistoria de su creador.

Hoy, cuarenta años después, detrás del nombre de Martín Patino suena, tanto o más que el título de éste su inolvidable primer filme -y los de Canciones para después de una guerra, Queridísimos verdugos y Caudillo, los ya legendarios golpes de burlona lucha que le siguieron-, el silencio de esa prehistoria, un trozo de vida sumergida que se mueve alrededor de la misteriosa línea demarcadora de un antes y un después del cine español indisociable del nombre de Patino. Es la línea sin vuelta atrás de las Conversaciones de Salamanca, en la primavera de 1955, suceso pequeño, casi confidencial, pero que empuja sobre todo el cine español posterior y del que fue alma y eje Martín Patino cuando era un agitador del hervidero de ideas del Cineclub de su vieja Universidad.

Por esas aludidas páginas que Nuestro Cine dedicó a Nueve cartas a Berta circula la sangre de un documento generoso, uno de los más luminosos que se hicieron en aquellos años sobre la historia y la prehistoria de esta maravillosa primera película de Patino. Lo escribieron Carlos Rodríguez Sanz y Miguel Bilbatúa. Ambos ya se han ido de muerte, pero algo casi táctil de lo que fueron sus vidas ha quedado adherido al papel amarillo de aquel debate con Patino, en cuya memoria buscaron las luces y las sombras que se cruzaron en las bambalinas de la hazaña de aquellas Conversaciones de las que extrajo cauce y partida de nacimiento el pimer brote organizado del cine español de la resistencia.

Patino contó entonces verdades que hoy tienen una desquiciada comicidad. Contó que 'lo de Salamanca no fue más que una consecuencia de vivir en una posguerra, en la que aún no había absolutamente nada de nada y tuvimos que descubrirlo todo a fuerza de intuición, contra la corriente, y esto nos daba una fuerza especial'. Y contó que en 1953 crearon su Cineclub tan contra viento y marea que él y su gente se abrieron paso casi a tortazos en la espesura del claustro de la universidad salmantina, pues allí se argüía con ciega solemnidad que introducir en las estancias de Unamuno y Fray Luis el runrún de un artilugio de feria llamado cine era profanarlas. Pero la profanación ocurrió, el estrépito del cine, empujado por la energía de Patino y su gente, entró en la Universidad y nada volvió a ser lo mismo en el sepulcro franquista, que comenzó a convertirse en escenario de una resurrección.

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