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Columna
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E pur si muove

La semana parlamentaria catalana ha sido intensa. Bastante más de lo que muchos esperaban. Una semana fervorosa, vivaz, interesante (adjetivos que parecían haber desaparecido del diccionario de la política). El efecto más relevante del debate no atañe al tacticismo menor, gallináceo, en el que tantos periodistas y opinadores se complacen, anclados en el prejuicio, positivo o negativo, con que se enfrentaron a la propuesta de la moción de censura (de nombre feo; de resultado tan fertilizante). ¿A quién hay que puntuar mejor? ¿Quién sube, quién baja? Éstas son las preguntas que más se repiten. Y resulta que la respuesta es contradictoria. Todos han subido mucho. Cada opinador ha tendido a puntuar bien al político que, previamente, prefería. Lo que podría responder a la sumisión feudal del opinador o a su legítima ideología. Pero también a lo que la realidad del debate mostró: todos, en efecto, destacaron. Cada cual con sus virtudes, a su manera, mostró consistencia. Todos concitaron interés, todos exhibieron una notable preparación. La retórica, las ideas y las propuestas programáticas contrastadas pueden parecer más o menos consistentes, más o menos atractivas, pero mezcladas, como las carnes y las verduras, en la escudella de este maratoniano debate, produjeron un caldo denso, fragante, apetitoso. El vencedor fue, por lo tanto, el debate mismo. De repente, en el momento en que la política catalana parecía haber tocado fondo, reaparecen los sabores consistentes.

Cada líder ha podido exhibir sus mejores armas: Josep Lluís Carod Rovira ha vuelto a demostrar que es el más fino estilista. Artur Mas ha sorprendido como acerado y brioso contendiente, valores en los que Antoni Duran Lleida una vez más se ha reafirmado. Alberto Fernández Díaz ha puesto en evidencia a todos los comentaristas que le han (perdón: le hemos) ninguneado: su visión, opinable como todas, es bastante menos frágil de lo que una y otra vez se repite. Núria de Gispert sabe ser dura y suave a la vez. Rafael Ribó sigue siendo un espadachín de primera. A Joaquim Nadal le sobra fuerza para ser mucho más que martillo. Y Pasqual Maragall ha tenido tiempo para exponer un ambicioso e innovador programa de gobierno que aparecía con nítida solidez detrás del humo que con tanta alegría muchos habían descrito.

El mejor as que Maragall ha puesto sobre la mesa del debate, sin embargo, no le ha servido sólo a él. Ha servido a todos. Maragall, con su estilo amable e inclusivo, ha evidenciado que le importa más ampliar el terreno de juego que ganar credibilidad personal o votos para su proyecto. Ensanchar implica, en primer lugar, deshacer el horrible entuerto de los buenos catalanes y los catalanes suspectos. Implica liberar al PSC del plomo de la culpa. Una culpa que a muchos les parece ridícula (los que le recomiendan que abandere el camino contrario), pero que ha tenido una fantástica rentabilidad electoral para la coalición nacionalista. Las vinculaciones españolas del PSC son (y, a criterio de Artur Mas, siguen siendo) un pecado nefando: la culpa con que el nacionalismo catalán ha pretendido avergonzarle y ha conseguido expulsarle del templo de la catalanidad. Pero estas vinculaciones no afectan solamente al partido de Maragall. También afectan a importantes sectores sociales, que se inhiben o no encuentran espacios para desarrollarse con naturalidad. También al PP afecta esta reducción. Maragall ha luchado para dar la vuelta a la tortilla de estos gastados dilemas. Y ha conseguido una interesante colaboración. El hermoso discurso de Carod fue, en este sentido, modélico. Desde la radicalidad de su independentismo, Carod elogió el bagaje patriótico del PSC y cantó la soberana aportación de tantos castellanohablantes a la conquista de las libertades catalanas. Pero Carod hizo algo mucho más importante: defendió la catalanidad de aquellos catalanes que se reconocen exclusivamente como españoles o nacionalmente ambidextros. De repente se fraguó en la Cámara un clima a la vez emotivo y grave, un clima que responde a la mejor tradición del catalanismo: la asunción de la compejidad catalana y su voluntad de articularla, sin depuraciones, a un proyecto histórico. De repente pareció muy claro: reducir la complejidad para adaptarla al mito es una operación nacionalista que no formaba parte de la tradición del catalanismo ilustrado.

En este punto del debate compareció Fernández Díaz con su discurso ligeramente camboniano y se abrió un panorama ideológico muy interesante, que va mucho más allá de las consecuencias tácticas del debate. Más allá del resultado de las votaciones y de los pactos, se estaba hablando en el Parlament con otro acento: finalmente inclusivo. Más que amable: inteligente. Este país no puede permitirse más años de depuración idealista, de sociología irreal. No parece muy sensato ir por el mundo como un extraño y falso manco que no quiere reconocer la fuerza de sus dos manos. Ensanchar es esto. Y CiU, insistiendo en atribuirse la bondad catalana (y repitiendo el viejo argumento de los vínculos culpables), se reafirmó en una sonora soledad ideológica. Muchas veces se ha dicho que es bizantina la distinción entre catalanismo y nacionalismo. Pero escuchando el debate entre Carod y Maragall parecía muy claro que, a pesar de las obvias diferencias conceptuales, ambos compartían una tradición y que, fieles a ella, pugnaban por ampliarla, al contrario de lo que hacía Mas, heredando el papel de expendedor de la verdad catalana que tanto le ha rendido a Pujol. El nacionalismo depura, pule, define lo que le pertenece y lo que le es extraño. El catalanismo, en cambio, tiene muchas caras y sueños distintos. Incluso contradictorios: federalismo, independencia, autonomismo. Pero no puede dejar de congregar a ninguno de los acentos que la calle ofrece. Un par de verbos diferencian el catalanismo del nacionalismo: incluir o excluir, aceptar o depurar. En esas estamos. Puede parecer que la cosa se mueve lentamente. E pur si muove.

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