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Columna
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El aliado de Arafat

El mejor amigo de la reivindicación nacional palestina ha demostrado ser el primer ministro israelí, Ariel Sharon, y los mejores aliados de los ultras israelíes -es decir, del propio Sharon-, los terroristas palestinos. Unos y otros se esfuerzan desde el 11 de septiembre en darle la razón al contrario y, con ello, ceder toda la ventaja, al menos en el frente diplomático.

La masacre de las Torres Gemelas estalló como una formidable bomba en el campo palestino. Bin Laden, rápidamente caracterizado por Washington como el enemigo, es árabe, hace del caso palestino una de las bases de su reivindicación y, por ello, asocia en la mente de la opinión occidental terrorismo vesánico con islam, especialmente palestino.

Si Sharon hubiera sido prudente, dejando que el simple poso de los hechos desmejorara la faz negociadora de Yasir Arafat, habría hecho un buen aunque limitado negocio; pero, llevado de su cólera mal avisada, quiso aprovechar la oportunidad para inventarse un cajón de sastre terrorista en el que confundir al líder palestino con la inquina planetaria de Al Qaeda. Pero Arafat, con enorme cintura, pese a su temblequeo labial que hace que parezca que habla en morse, se instaló, sin embargo, de hoz y coz del lado de la musculosa respuesta norteamericana para eludir semejante trampa, aun corriendo con ello el riesgo de que le abandonara lo más radical de la opinión pública propia.

Ante la evidencia de que una de las raíces del terrorismo radical islamista se apoya de hecho, con razón o sin ella, en el conflicto de Oriente Próximo, Bush el Joven recordó hace unas fechas que ya antes del 11 de septiembre tenía un plan para la independencia palestina guardado hecho un legajo en un cajón de su despacho. A ello contribuía imbatiblemente un nuevo y brutal desliz de Sharon, que tachaba a Washington por analogía de apaciguador del nazismo árabe. Sólo hay que contar el número de veces que la oficina del primer ministro israelí ha tenido que matizar, corregir o excusar las declaraciones de su jefe para saber cuántos favores les ha hecho involuntariamente a sus adversarios.

Hasta hace unos días, el comentarismo universal especulaba con que Bush II, al igual que Bush I tras la guerra del Golfo en 1991, iba a lanzar una ofensiva para la paz, seguramente algo menos desequilibrada que todas las anteriores en lo tocante a los derechos nacionales palestinos. Sharon estaba, previsiblemente, que trinaba, y cabe apostar que no habría desaprovechado una oportunidad de meter la pata.

Pero hete aquí que entonces surgen de nuevo los aliados árabes de Sharon, encarnados ahora en un comando del FPLP que asesinaba el miércoles al ministro de Turismo israelí, con lo que se franqueaba otro paso en la escalada de lo que va siendo cada vez más toda una guerra. Hasta la fecha, ni los ministros de Arafat ni los de Sharon habían sido objeto de represalia, de forma que el asesinato de Rehavam Zeevi constituye un crimen a la vez que un error inmenso cometido por el Frente Popular de Georges Habache, de cuyo laicismo cabía esperar otra sutileza. El hecho, por otra parte, de que el ministro pensara que el mejor árabe era el expulsado, junto a que la Palestina bíblica debía ser por entero judaizada, y, por ello, resultase un objetivo legítimo para gran parte de la opinión de los territorios ocupados, no alivia el desastre que para Arafat constituye su muerte.

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Sharon, sin embargo, tampoco esta vez ha dejado de acudir al rescate de sus enemigos, proclamando al instante la muerte de lo que ya estaba muerto, el proceso de paz, y desmintiendo cualquier debilidad negociadora en favor de la opción de guerra y sólo guerra, pero el favor que le ha hecho el FPLP anticipa la Navidad. Y ello obliga a Washington a reconstruir pacientemente una situación en la que a Sharon no le quede más remedio que reanudar las conversaciones para que la operación en Afganistán contra el terrorismo internacional pueda superar el ominoso obstáculo de la intransigencia israelí en Oriente Próximo.

No nos engañemos, sin embargo, porque todo esto no es más que una charada diplomática, que sólo aspira a la contención y no a la verdadera solución del problema. Nadie ignora en Washington ni en Jerusalén ni Jericó que Sharon no va a negociar nada que se pueda parecer a una paz honrosa para el mundo árabe, ni tampoco para el sentimiento democrático universal -caso de que exista-. La paradoja última de todo el asunto estriba en que, si bien hasta que pase el líder del Likud no habrá nada que negociar, mientras Sharon esté en el poder será el mejor aliado -aunque muy caro en sangre- de los palestinos, porque, cuando menos en lo diplomático, casi siempre les da la razón.

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