El teatro del terror
Ocho de octubre de 2001. 'Empieza el bombardeo', chilla el titular de hoy del normalmente circunspecto Guardian. 'Batalla unida', se hace eco el igualmente cauto Herald Tribune, citando a George W. Bush. Pero, ¿con quién se ha unido? ¿Cómo acabará esto? ¿Qué les parecería con un Osama Bin Laden esposado, con un aspecto más sereno y más parecido a Cristo que nunca, ante una tribuna donde están sus vencedores y con Johnny Cochrane como defensor? Los honorarios no serían ningún problema, eso está claro.
¿O un Bin Laden hecho añicos por una de esas bombas inteligentes que, según parece, son capaces de matar terroristas escondidos en cuevas pero dejan la vajilla intacta? ¿O hay alguna otra solución que no se me haya ocurrido y que evite que convirtamos a nuestro gran enemigo en un gran mártir para aquellos para los que ya es un ser casi divino?
Sí, hay que castigarle. Hay que llevarle ante la justicia. Como todo ser cuerdo, no veo otra salida. Enviemos alimentos y medicinas, suministremos ayuda, recojamos a los refugiados muertos de hambre, a los huérfanos tullidos, los pedazos de cuerpos -lo siento, 'daños colaterales'-, pero no hay más opción, hay que cazar a Bin Laden y a sus terribles secuaces.
Lamentablemente, más que el merecido castigo, EE UU añora en estos momentos más amigos y menos enemigos. Y lo que se está reservando, como nosotros los británicos, es aún más enemigos; porque tras todos los sobornos, amenazas y promesas con que se ha remendado esta coja coalición, no podemos evitar que, cada vez que un misil mal dirigido se lleve por delante un pueblo inocente, nazca otro bombardero suicida, y no se ve cómo eludir este endiablado ciclo de desesperación, odio y, de nuevo, venganza.
La maquillada grabación televisiva y las fotografías de Bin Laden sugieren que se trata de un hombre con un narcisismo homoerótico, lo que quizá nos dé alguna esperanza. Cuando posa con un Kaláshnikov, asiste a una boda o consulta un texto sagrado, muestra con cada gesto de autoadoración que es tan consciente de la cámara como un actor. Tiene altura, belleza, gracia, inteligencia y magnetismo, todos ellos grandes atributos, a menos que se sea el fugitivo más de moda del mundo y se haya huido, en cuyo caso son un incordio difícil de disfrazar. Pero el más grande de todos, a mis fatigados ojos, es su apenas contenible vanidad masculina, su apetito por la teatralidad y su inmensa pasión por estar en el candelero. Y puede que este rasgo sea su perdición y le induzca a un acto final dramático de autodestrucción, producido, dirigido, escrito e interpretado hasta la muerte por el propio Osama Bin Laden.
Según las reglas del terrorista, por supuesto la guerra se perdió hace tiempo. Según nosotros, ¿qué victoria podríamos obtener equiparable a las derrotas ya sufridas, por no hablar de las que nos esperan? El 'terrorismo es teatro', me dijo en 1982 en Beirut un agitador palestino de voz suave. Hablaba del asesinato de los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich, pero podría estar hablando de las Torres Gemelas y del Pentágono. Al difunto Bakunin, evangelista del anarquismo, le encantaba hablar de la propaganda del Acto. Es difícil imaginar unos actos de propaganda más teatrales y potentes que estos.
Bakunin en su tumba y Bin Laden en su cueva deben de estar frotándose las manos mientras nos embarcamos en un proceso tan caro a los terroristas de su calaña: duplicamos a toda prisa nuestras fuerzas policiales y de inteligencia y las dotamos de más poder, suspendemos derechos civiles básicos y limitamos la libertad de prensa, imponiendo puntos negros informativos y una censura secreta, nos autoespiamos y, lo que es peor, violamos mezquitas y acosamos en la calle a pobres ciudadanos porque nos da miedo el color de su piel.
Y los miedos compartidos -¿me atrevo a volar?, ¿debería llamar a la policía para hablarles de esa pareja tan rara del piso de arriba?, ¿sería más seguro no conducir por Whitehall esta mañana?, ¿ha vuelto mi hijo sano y salvo del colegio?, ¿se han hundido mis ahorros de toda la vida?- son justo los miedos que nuestros atacantes desean que tengamos.
Hasta el 11 de septiembre, EE UU era feliz machacando a Putin por su carnicería en Chechenia. Le decían que la violación rusa de los derechos humanos en el norte del Cáucaso -todo el mundo estaba de acuerdo en la existencia de tortura generalizada y asesinatos equivalentes a un genocidio- obstaculizaban unas relaciones más estrechas con la OTAN y EE UU. Incluso había voces - entre ellas la mía- que sugerían que Putin se uniera a Milosevic en La Haya; acabemos con los dos juntos. Bueno, adiós a todo eso. En el seno de la nueva gran coalición, Putin parecerá un santo en comparación con algunos de sus compañeros de cama.
¿Nadie se acuerda ya de la protesta contra lo que se consideraba colonialismo económico del G-8? ¿O contra el saqueo del Tercer Mundo por las incontrolables multinacionales? Praga, Seattle y Génova nos mostraron turbadoras escenas de cabezas rotas, vidrios rotos, violencia callejera y brutalidad policial. Blair estaba profundamente impresionado. Pero el debate siguió siendo válido, hasta que se ahogó en la oleada de patriotismo, hábilmente explotado por Estados Unidos SA. Mencione hoy Kioto y se arriesgará a ser tildado de antiamericano. Parece que hubiéramos entrado en un nuevo mundo orwelliano en el que nuestra fiabilidad como camaradas en la lucha se midiera por el grado en que invocáramos el pasado para explicar el presente. Insinuar un contexto histórico para las atrocidades recientes equivale a justificarlas. Quien esté con nosotros no lo hace. Quien lo haga, está contra nosotros.
Hace 10 años me estaba convirtiendo en un pelma idealista al contar a todo el que quisiera escucharme que con la guerra fría nos estábamos perdiendo una oportunidad irrepetible de transformar la comunidad mundial. ¿Dónde estaba el nuevo Plan Marshal?, suplicaba. ¿Cómo es que los y las jóvenes de los Cuerpos de Paz Estadounidenses, de los Servicios de Voluntariado en el Extranjero y de sus equivalentes europeos no se presentaban a millares en la antigua URSS?
¿Dónde estaba ese estadista de categoría mundial, ese hombre moderno, con la voz y la visión necesarias para definirnos los auténticos, aunque menos llamativos, enemigos de la humanidad: la pobreza, el hambre, la esclavitud, la tiranía, las drogas, las guerras incontroladas, la intolerancia racial y religiosa, la avaricia? Ahora, de la noche a la mañana, gracias a Bin Laden y los suyos, todos nuestros líderes son estadistas de categoría mundial, que proclaman sus voces y sus ideas en lejanos aeropuertos mientras ponen plumas en sus nidos electorales.
Ha habido mucha mención desafortunada, y no sólo del signor Berlusconi, a la cruzada. Naturalmente, implica una exquisita ignorancia de la historia. ¿Realmente proponía Berlusconi liberar los santos lugares de la cristiandad y castigar a los paganos? ¿Lo proponía Bush? ¿Soy un impertinente si recuerdo que perdimos las cruzadas? Pero no pasa nada: se reprodujeron mal las palabras de Ber-lusconi y la referencia presidencial ya no es operativa.
Mientras tanto, el nuevo papel de Blair como intrépido portavoz de EE UU avanza rápido. Habla bien porque Bush habla mal. Visto desde el extranjero, Blair es, en esta asociación, el veterano estadista inspirado, con una legitimidad intachable, mientras Bush (¿osa uno decir esto estos días?) prácticamente ni fue elegido.
Pero, ¿qué representa Blair, el veterano estadista? Ambos van subiendo en sus respectivas puntuaciones y, si se saben sus libros de historia, son conscientes de que una buena puntuación el Día 1 de una peligrosa operación militar no garantiza la victoria el día de las elecciones.
¿Cuántas bolsas de cadáveres estadounidenses puede soportar Bush sin perder el apoyo popular? Puede que tras los horrores de las Torres Gemelas y el Pentágono los estadounidenses quieran venganza, pero tienen poco aguante respecto a derramar más sangre estadounidense.
Blair, como le dice todo el mundo occidental salvo algunas voces desabridas de su país, es el elocuente caballero andante de EE UU, el valiente y leal paladín de esa delicadísima criatura del Atlántico: la Relación Especial. Otra cosa muy distinta es si se ganará el favor de su electorado con ello, porque Blair fue elegido para salvar al país del hundimiento, no de Osama Bin Laden. La Gran Bretaña que lleva a la guerra es un monumento a 60 años de incompetencia administrativa. Nuestros sistemas sanitario, educativo y de transportes están en la ruina. Está de moda describirlos como 'tercermundistas', pero hay lugares del Tercer Mundo que están mucho mejor.
La Gran Bretaña que Blair gobierna está marchita por un racismo institucionalizado, una dominación del hombre blanco, unas fuerzas policiales caóticamente administradas, un sistema judicial estreñido, una riqueza privada obscena y una vergonzosa e innecesaria pobreza pública. En su reelección, caracterizada por una deprimente escasa asistencia a las urnas, Blair reconoció estos males y humildemente admitió que estaba advertido y debía corregirlos.
Así que, cuando percibimos el noble latido de su voz mientras a regañadientes nos conduce a la guerra, y nuestro corazón se eleva con su incuestionable belleza retórica, vale la pena recordar que también puede estar advirtiéndonos, sotto voce, que su misión ante la humanidad es tan importante que quizá tengamos que esperar otro año para esa urgente operación médica, y muchos más para poder subirnos a un tren seguro y puntual. No estoy seguro de que éstos sean los temas de la victoria electoral dentro de tres años. Al ver a Blair, y al escucharle, no puedo evitar tener la impresión de que está en una especie de sueño, caminando peligrosamente por un peligroso y propio tablón para arrojarse al mar.
¿He dicho guerra? Me pregunto si Blair o Bush habrán visto alguna vez a un niño hecho pedazos, o habrán presenciado el efecto de una batería de bombas sobre un campo de refugiados desprotegido. Ver cosas tan terribles no es condición necesaria para el generalato, y no es una experiencia que desee a ninguno de los dos. Pero me asusta ver rostros políticos sin un rasguño brillando a la luz del combate y escuchar voces políticas pijas endureciendo mi corazón para la batalla.
Y, por favor, señor Bush, de rodillas se lo pido, señor Blair, dejen a Dios al margen. Imaginar a Dios luchando en la guerra es atribuirle los peores locuras de la humanidad. Si algo sabemos de Dios, cosa que no pretendo, es que prefiere envíos eficaces de alimentos, equipos médicos especializados, comodidad y buenas tiendas de campaña para los sin techo y los desposeídos, y la aceptación decente y sin peros de nuestros pecados pasados junto a la voluntad de enmendarlos. Prefiere que seamos menos avariciosos, arrogantes y evangélicos, y que despreciemos menos a los perdedores.
No se trata de un nuevo orden mundial, aún no, y no es una guerra de Dios. Es una acción policial horrible, necesaria y humillante para reparar el fallo de nuestros servicios de inteligencia y nuestra ciega estupidez política de armar y explotar a fanáticos islamistas para que lucharan contra el invasor soviético, y después abandonarlos en un país devastado y sin líderes. Por ello es nuestro triste deber buscar y castigar a un puñado de fanáticos religiosos moderno-medievales que, por esa misma muerte que nos proponemos asestarles, adquirirán talla de mito.
Y cuando acabe, no habrá terminado. En las secuelas emocionales de su destrucción, los siniestros ejércitos de Bin Laden, en lugar de desaparecer, reclutarán a más gente. Lo mismo ocurrirá con el núcleo de callados simpatizantes que les dan apoyo logístico. Con cautela, entre líneas, se nos invita a creer que la conciencia de Occidente se ha vuelto a despertar ante el dilema de los pobres y desposeídos de la Tierra. Y es posible que del miedo, la necesidad y la retórica haya nacido un nuevo tipo de moralidad política. Pero, cuando callen las armas y se logre una paz aparente, ¿EE UU y sus aliados se mantendrán en sus puestos o, como ocurrió al final de la guerra fría, colgarán las botas y volverán a casa, a sus patios traseros? Aunque esos patios traseros nunca vuelvan a ser ese lugar seguro que una vez fueron.
John Le Carré es escritor británico.
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