El fin de la Guerra Fría
Algunas premisas cambiaron para siempre, algunos supuestos que parecían inconmovibles. Los ataques del 11 de septiembre podían preverse; en cierto modo, estaban anunciados. Los atentados contra las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania y contra el barco de guerra USS Cole eran anuncios inequívocos, signos ominosos. Pero lo del 11 fue una progresión, un golpe de una audacia extraordinaria y de una planificación perfecta, y no sólo produjo una destrucción horrible en la realidad urbana de Nueva York sino también un cambio de la conciencia de todos nosotros. Hemos ingresado en otra etapa histórica, para bien y para mal, y ahora miramos el futuro con escasa claridad, con una sensación de vértigo. Si somos francos, tendremos que agregar que con no poco de miedo. Lo asustador, al menos en esta etapa, es la endiablada dificultad para entender el asunto a fondo. Nadie puede estar seguro de casi nada: de que la economía mundial pueda sostenerse; de que los países en desarrollo no caigan en una crisis prolongada, de efectos imprevisibles; de que la actual coalición contra el terrorismo no se deshaga en el camino y fracase en sus propósitos esenciales.
Es probable que el dogma central derribado por los aviadores suicidas sea el del progreso indefinido, el de la inevitable y necesaria transformación moderna de las sociedades humanas. El debate ideológico del siglo pasado, incluso en sus momentos de mayor virulencia, nunca puso en cuestión esta premisa primera y fundamental. En los años cincuenta participaba en la Universidad de Princeton en un seminario dirigido por un gran historiador especialista en la Unión Soviética, el profesor Cyril Black, sobre un tema fascinante: el de las diversas vías que seguía el mundo contemporáneo en su camino a la modernización. A mí me tocó analizar el caso de Túnez, el de Habib Bourguiba y sus jóvenes compañeros, que se inspiraban en los jóvenes turcos de Kemal Ataturk y su revolución reformista y modernizadora. Eran años duros de la Guerra Fría; el joven Fidel Castro, recién llegado al poder en la Habana, había pasado precisamente por Princeton, invitado por la Escuela Woodrow Wilson, y le había hablado a mi curso y a los de historia moderna sobre su camino, sus ideas sobre la reforma agraria, la educación, la industrialización de Cuba. Por todas partes surgían propuestas diferentes, antagónicas, al parecer irreconciliables, para llegar a fines que eran en el fondo comunes, aun cuando el fragor de la lucha no permitiera percibir esto último con suficiente lucidez: superar la pobreza, desarrollar la economía, conseguir que los hombres derrotaran por fin al círculo de hierro de la necesidad y alcanzaran una libertad auténtica, no puramente constitucional o formal. Nikita Kruschev golpeaba con un zapato su escaño de las Naciones Unidas, pero lo que anunciaba en aquellos días no era en él fondo tan temible. Decía, por ejemplo, que la economía soviética iba a ganarle la carrera dentro de algunos años a la del capitalismo norteamericano, lo cual implicaba, aparte de la retórica, plantear una forma de competencia más o menos razonable. Mao Tse Tung, por su lado, hablaba del Gran Salto Adelante. La empresa de Fidel Castro y del Che Guevara se planteaba como un combate revolucionario contra el analfabetismo, el latifundio, las condiciones de vida miserables de los pueblos de América Latina.
Si uno observaba el mundo musulmán de aquellos años, en la parte no incorporada a la Unión Soviética, veía que estaba lleno de dictadores más o menos megalómanos y corrompidos, pero que de algún modo, a pesar de todo, procuraban conseguir el desarrollo moderno de sus respectivas sociedades. Pienso ahora, por ejemplo, en el caso del Sha de Irán, cuya caída fue celebrada por todos los sectores progresistas de nuestro mundo, pero que pronto dio paso, dentro del vacío de poder que había dejado atrás, a un surgimiento de fuerza oscuras, reaccionarias, que nadie se había imaginado.
El dogma del desarrollo, del progreso indefinido, gran elemento unificador de la historia del siglo XX, latente en lugares tan diversos como China, Japón, Cuba o Canadá, empezó a erosionarse hace años, a pasos agigantados, debajo de nuestras propias narices. Cuando nos encontramos en las pantallas de la televisión con un Fidel Castro viejo, anquilosado, evidentemente anacrónico, debemos comprender que sacrificó a su país en aras de un ideal de progreso enteramente fracasado y que eso tiene consecuencias graves. Pero siempre la riqueza, el florecimiento de la economía, aunque los caminos fueran divergentes, constituía el ideal último, la condición de unas libertades reales que algunos gobiernos se permitían suspender durante algún un tiempo, pero siempre con el pretexto de llegar antes a la superación de la pobreza. Ir despacio para llegar antes, clamaba Fidel Castro en un discurso célebre, pero eso suponía alguna forma de acuerdo acerca de los fines.
En un primer momento, pareció que el desmoronamiento de los regímenes comunistas, la caída del Muro de Berlín, significaba la derrota de uno de los sistemas en aquella búsqueda del desarrollo de las sociedades humanas y el triunfo definitivo del otro, el de las economías de mercado. En nombre de un progreso más acelerado, más justo, más humano, los socialismos reales habían conseguido el resultado contrario: sociedades más atrasadas y en la práctica más injustas e inhumanas. Por eso se hablaba, con gran euforia en algunos casos, con profunda irritación y frustración en otros, de la llegada de la era del pensamiento único, fenómeno que mirado desde otra perspectiva anunciaba el fin de la historia, al menos de la historia entendida como lucha y conflicto.
La euforia duró poco tiempo. Hacia mediados de la década pasada empezaron a notarse fenómenos inquietantes. Ahora, en estos días, en medio de imágenes siniestras, tengo la impresión de que las confusiones mayores se aclaran. Ya no nos encontramos ante dos caminos o dos métodos para llegar a un mismo fin y en el que uno demostró ser mucho más eficiente y en definitiva menos inhumano que el otro. La situación es mucho más seria, más compleja, más peligrosa, porque es una situación en la que los fines en sí mismos cambiaron. La crítica de la modernización, por ejemplo, se practica desde hace tiempo, en todas partes, en el mundo atrasado y en el mundo avanzado, con argumentos a menudo sólidos, y uno tiene que comprobar que los supuestos esenciales, los que permiten seguir actuando y viviendo, ya no son tan claros como antes. En este contexto, el ataque de Bin Laden y de todo lo que él representa es un ataque feroz, incisivo, que no va a parar en mucho tiempo y que tendrá efectos no sólo materiales sino culturales profundos. Es un ataque de enorme audacia, de temible inteligencia, contra nociones que nos parecían perfectamente aceptadas y consagradas: el progreso deseable, el carácter laico de nuestra cultura, tengamos o no tengamos convicciones religiosas, el camino sin regreso a la modernidad. Es la modernidad misma, bajo cualquier sistema político o económica, lo que ahora ha sido puesto en tela de juicio. A ello se deben, en buena parte, algunas rápidas y curiosas reacciones, como es el caso evidente de Rusia. Hay una influencia de los problemas de Chechenia, sin duda, pero el fenómeno es mucho más amplio. Toda la historia moderna de Rusia, desde los tiempos de Pedro el Grande hasta los de Stalin y Nikita Kruschev, es la historia de un esfuerzo gigantesco, enormemente difícil, en algunas etapas desesperado, para alcanzar niveles de desarrollo parecidos a los del resto de Occidente. Es por esto que Vladimir Putin fue el primero en comunicarse con George Busch, el mismo día 11 de septiembre, y en constatar que la Guerra Fría había terminado. Es decir, había terminado de terminar, había terminado el proceso de su liquidación, y esto porque el ataque confirmaba la aparición en la historia de un factor enteramente diferente, imprevisto: una negación terca, apasionada del progreso, a pesar de que hace uso de todas las nuevas tecnologías, unida a una reivindicación fanática del pasado.
La Guerra Fría, en resumidas cuentas, era una competencia despiadada para llegar al desarrollo por caminos diferentes, pero nadie se proponía, desde luego, volver a la Edad Media. Se nos decía que el futuro iba a corregir los errores, los horrores, las injusticias del pasado, y había una batalla ideológico acerca de ese futuro, acerca de su naturaleza y de la manera mejor de alcanzarlo. Bin Laden y sus seguidores, que están, me temo, destinados a multiplicarse, nos plantean ahora exactamente lo contrario: piden que los horrores de la modernidad, su impiedad, su infidelidad, su locura de todo orden, sean castigados a sangre y fuego y corregidos con el regreso al pasado. Así como las primeras sociedades industriales no previeron la crítica marxista con todas sus consecuencias, las sociedades modernas no previeron esta crítica radical de la modernidad. Ahora tendrán que convivir con ella y defenderse de ella quizás por cuánto tiempo. La lucha probablemente abrirá espacios positivos. Como ocurrió en las sociedades capitalistas, que para defenderse del comunismo inventaron legislaciones sociales un poco más humanas. Ahora nos tocará inventar, quizás, una modernidad menos depredadora, menos bárbara, más civilizada y humana en el sentido último de estas expresiones. El ataque se preparaba, estaba inscrito en los muros, aun cuando nadie haya sabido descifrar las inscripciones, pero su ferocidad y su crueldad, que nadie se habría podido imaginar, son enormemente instructivas. Se terminó la Guerra Fría, se terminaron muchas otras cosas, nos guste o no nos guste, y evitar que vuelva la Edad Media va a depender, en última instancia, de nosotros mismos.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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