Cómo se construye una censura
La moción de censura al Gobierno de la Generalitat que Pasqual Maragall presentará esta semana en el Parlament ha sido anunciada repetidas veces y ha dado a sus adversarios fácil motivo de crítica cuando no de chanzas despectivas. Incluso ha recibido de personas afines al candidato socialista a la Generalitat comentarios preocupados sobre la inutilidad de su propósito y los riesgos políticos de una derrota tan anunciada como la propia moción.
Las razones de tal inquietud parecen obvias. Para que la moción prospere se requiere mayoría absoluta, y ésta la ostenta esa pareja de hecho, sólo en apariencia mal avenida, que forman frente a Maragall CiU y el PP. Más: si, por exigencia legal, la censura ha de ir acompañada de la propuesta de un candidato a sustituir a Jordi Pujol, el tozudo empeño de poner en juego su persona sin posibilidades aritméticas de ganar corre el riesgo de que sus contrarios proclamen que el rival ha sido derrotado con antelación y que carece de toda legitimidad para presentarse a las elecciones de 2003.
Tal vez resulte útil recordar cuál es la naturaleza jurídica y política de la llamada 'moción de censura constructiva' para entender cómo pretende construir la suya un político que, aun tachado de errático y fantasioso por quienes no tienen otros argumentos, parece, a mi juicio, haber comprendido con realismo y sensatez lo que la doctrina constitucionalista más solvente sostiene sobre lo que es y significa una moción de censura como la prevista en nuestro sistema parlamentario.
La moción de censura constructiva se llama así porque sus inventores pretendían con ella algo muy conservador y temeroso: preservar a los gobiernos de presuntas inestabilidades provocadas por mayorías parlamentarias coyunturales meramente destructivas. Ese fue el temor de los redactores de la Ley Fundamental de Bonn tras la experiencia, mal interpretada, de la República de Weimar que dio paso al nazismo. La exigencia de un candidato a jefe de gobierno que contara con mayoría absoluta impediría dicha situación. Y de ese modo la censura al Gobierno vendría supeditada a la moción de confianza que lograse el candidato.
Los únicos países que han copiado esta fórmula conservadora han sido la España constituyente de 1978 y, en el sur del Pacífico, Papua Nueva Guinea. En nuestro caso, se creyó, sin fundamento, que la necesidad de un Gobierno estable se vería amenazada por un Parlamento muy dividido y proclive a alianzas interesadas en hacerlo caer. Se prefirió un gobierno incluso en minoría a una moción de censura ordinaria que, por sólo contar con mayoría absoluta, ya aseguraba el principio democrático fundamental de un régimen auténticamente parlamentario. En el fondo, se confundía la estabilidad gubernamental con la de todo el sistema, cuando, a veces, un gobierno estable (gracias, quizá, a una cara prótesis) puede provocar con su permanencia mayor inestabilidad política.
La moción de censura así prescrita por la Constitución no fue incorporada a nuestro Estatuto de Autonomía. La Disposición Transitoria 3ª del Reglamento del Parlament en 1980 (nunca aplicada) preveía una moción de tipo clásico, pero la Ley del Parlament, del Presidente y del Consell Executiu de la Generalitat, de 1982, asumió la fórmula española por motivos muy similares. Nos hallamos, pues, ante una situación legal que en la práctica aparece como insólita: la censura a un Gobierno depende para ser efectiva de la investidura de un sustituto. Es su programa alternativo y no la acción (o inacción) gobernante lo que se juzga, se apoya o se derrota por mayoría absoluta. Y, además, esa mayoría ha de aceptar como representante común al líder de uno de los grupos de oposición. En 20 años, ni Felipe González ante los gobiernos minoritarios, múltiples e inestables, de Adolfo Suárez, ni Josep Benet en Cataluña, ni Xosé Manuel Beiras en Galicia, lograron esa proeza.
Si la moción de censura constructiva destruye en la práctica la exigencia de responsabilidad política efectiva del Gobierno, ¿cómo se construye una censura cuando la oposición cree que ésta debe, pese a todo, proclamarse solemnemente para conocimiento de la población y del electorado? La politología reconoce unánimemente que la única finalidad que aún puede justificar tan antidemocrática fórmula es esa de controlar, denunciar e informar sobre cómo se gobierna un país. No se trata de desalojar a un gobierno. Se trata de pasar cuentas y de que la gente las conozca; algo que se considera mínimo en una democracia.
Tenemos una idea común de lo que significa censurar como algo negador. Etimológicamente, censurar significa juzgar el valor de una cosa, sus méritos y faltas. En ese sentido, la censura no puede ser más constructiva. Y la que pretende construir Maragall imagino que ha de ir por ese único camino, pues él mismo ha reiterado que, por visionario que le crean, no ha soñado nunca con el apoyo del PP ni con un anticipado favor de partidos que esperan darlo en función de futuros resultados electorales.
Maragall sabe que no obtendrá su investidura como presidente hasta después de los comicios. Su riesgo asumido ahora es recibir la embestida de la santa alianza PP-CiU tras evaluar el haber y el debe de un Gobierno de confusa bicefalia y responsabilidad autolimitada. Si logra ser sistemático, confrontará lo hecho y por hacer de ese Gobierno con lo que puede hacerse y que él hará. Pero, sobre todo, intentará, en su papel de controlador democrático y parlamentario, animar a su país a la renovación y movilización que necesita con urgencia.
Sus palabras y su arriesgado gesto personal deberían ser recibidos y transmitidos por los medios de comunicación con seriedad, sin ignorancia de lo que supone realmente una moción de censura como la presente y sin centrar frívolamente la trascendencia del debate en un cuerpo a cuerpo dialéctico entre un fajador, que se sabe todos los trucos y cómo provocar estupor o indignación en el contrincante para que la opinión pite su fuera de juego, y un político más dado a la eficacia imaginativa que a la discusión.
En todo caso, la palabra moción se refiere a la acción y al efecto de mover. Cuenten como cuenten el evento los cronistas, eppur si muove. Cataluña se moverá con la moción, y se moverá aún más si, de forma tozuda, no se resigna a la inmovilidad estatuaria de un ayer mitificado y la rigidez estatutaria de una autonomía que ha de revitalizarse tanto desde fuera como desde dentro. Es la hora de hacerlo porque moción, en el lenguaje marinero antiguo, significa también 'tiempo de viento favorable'.
J. A. González Casanova, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
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