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LA SITUACIÓN POLÍTICA
Columna
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Desconfianza

A pesar de los cambios producidos desde el 13-M, el autor considera que hay que desconfiar de la estrategia del nacionalismo

Mi última reflexión de fin de curso giraba en torno a la inaplazable necesidad de generar confianza política por parte de la nueva mayoría gubernamental en Euskadi, como única forma de superar la grave fractura que aqueja a nuestra vida pública. La constitución, a plazos y con una crisis atípica, del nuevo Gobierno, su falta de impulso político y el fallido pleno de comienzo de curso del lehendakari, al frustrar las expectativas de cambio de rumbo o revisión de algunos de los errores de la etapa anterior, no solo no han alentado la confianza deseable, sino que, por el contrario, nos conducen inexorablemente a una mayor desconfianza.

Esta desconfianza no afecta, como es lógico y por el momento, a los que apoyan al Gobierno. La frustración la tienen que padecer los estresados perdedores de las elecciones, predispuestos a partes casi iguales tanto a sentirse aliviados por gestos y retóricas que deseaban interpretar voluntariosamente de acuerdo con sus anhelos de cambio, como a reafirmarse en la desconfianza del escamado con quienes, a su entender, solo podían ofrecer más de lo mismo. El hilo era y es tan fino que es muy fácil que se rompa por su parte más débil. Por eso era deseable, y hasta esperable, que el esfuerzo por salvarlo por parte de quien tiene la responsabilidad de dirigir el proceso hubiese sido mayor y más inteligente.

La realidad es muy terca y las previsiones menos optimistas son, precisamente, las que se abren paso. Las iniciativas y declaraciones de estos meses, a pesar del aderezo dialogante como recurso retórico, nos llevan a darnos de bruces con la misma pared. En efecto, tienen razón los que perciben más de lo mismo, que, por el hecho de serlo, es necesariamente peor para la exigencia de generar confianza, como requisito imprescindible para un cambio de rumbo en la política vasca. El lehendakari, en su pleno, y los figurantes del nacionalismo gobernante, en sus campas mediáticas, han interpretado, finalmente, el 33 (+3) para reafirmarse en sus errores. No han querido, o no han sabido, separar la retórica antiterrorista y humanitaria del binomio pacificación-normalización y, creyéndose plebiscitados, se han refugiado en la lógica soberanista como única forma de romper un bloqueo, perversamente alimentado.

La perversión comienza por equiparar a los terroristas (verdugos) y a la mayoría gubernamental del Estado (víctimas) y lo que ellos interpretan como sus respectivas inmovilismos. Continúa en la recreación de un escenario virtual en el que el soberanismo es la equidistancia entre dos polos igual de extremos y desestabilizadores, el terrorista y el autonomista. Sigue con un consenso parlamentario fracasado a sabiendas, precisamente por aplicar la metodología obscena del debate público en lugar de tejer un verdadero diálogo interpartidario, necesariamente discreto para culminarlo con éxito y en torno a lo fundamental, la unidad democrática contra el terrorismo y los violentos. Y termina vendiendo la idea de que los vascos, a los que ellos solos representan por antonomasia, estamos en conflicto con una deficitaria democracia representativa española, que debe ser mejorada por una superior democracia plebiscitaria vasca, como única posibilidad de resolverlo.

En lugar de comenzar y conformarse, en un primer paso, con la reconstrucción de un consenso antiterrorista y de solidaridad humanitaria, lo han vuelto a mezclar todo. Han buscado explícitamente un fracaso partidario y parlamentario, para abrir camino y legitimar una doble estrategia preconcebida y claramente partidista: el falso 'consenso institucional' (que no es tal consenso y que solo puede ser el amplificador de las instituciones controladas por el nacionalismo) y la no menos falsa vía de diálogo de Elkarri. Pero no lo hacen inconscientemente, sino porque se creen acertados y reafirmados en su anterior estrategia. La única corrección es la innecesaria coalición explícita con los terroristas y sus amigos. Prefieren aferrarse a la oportunidad del 33 para forzar los objetivos soberanistas de Lizarra, aparentemente, sin el lastre deslegitimador de los violentos. Sabiendo que han vendido un seguro de vida, siguen mercadeando políticamente con la inseguridad de la oposición. Reafirmándose en su mentira histórica y haciendo suya la sintaxis autodeterminista de los violentos, justifican y alardean, a partes iguales, de su deslealtad constitucional. Su falsa centralidad y la bien manipulada retórica del diálogo tienen como único objetivo identificar la solución del problema con la imposición de sus intereses partidistas. La coartada es que eso solo es posible a la sombra de la violencia, por lo que la invocada vía política es simplemente una vía muerta para la solución del problema terrorista, pero es la única estrategia posible para un nacionalismo que quiera forzar la obtención de sus objetivos independentistas, narcotizando a una sociedad, que prefiere esconder la cabeza debajo del ala.

Por todo ello, hoy la oposición y la mitad de la sociedad por ellos representada tienen más motivos para desconfiar de la mayoría gubernamental y sobre la desconfianza no hay arreglo posible. Se trata de una oportunidad perdida (ellos creerán que ganada) y la prórroga se les acorta.

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