Deliciosa carga de hondura
Viene a cuento de La maldición del escorpión de jade evocar los inefables, burlones rizos y recovecos de la gracia de Misterioso asesinato en Mahattan y Balas sobre Broadway, porque la doble evocación nos orienta bien y nos sitúa en la antesala de este nuevo estallido -hecho con la misma noble materia de estirpe negra- de la deliciosa mina de comicidad antigua y ajena donde descansa de sí mismo y de la amarga corrosión de sus obsesiones el genial ingenio de Woody Allen.
Pero hay dentro de La maldición ... un rasgo nuevo que añadir a aquellas joyas oscuras de la obra del inagotable comediante neoyorquino, y es su cálida e invisible ternura escondida, su secreta condición nostálgica, el hecho de que Woody Allen se las apañe en ella para cumplir el ritual íntimo de convertirse en autor de una de las películas que alimentaron su memoria y forjaron su identidad de espectador. Y soluciona Allen tan delicado y sutil malabarismo biográfico y emocional con pasmosa facilidad y exactitud, llenando la pantalla con un delirio de comedia cruzada con humores de farsa y con humos de thriller, en la que el comediante reconstruye en toda su pureza -y lo hace con una precisión de viejo y curtido filmador de encargo, en este caso de autoencargo- el modelo de cine que más amó en su niñez y juventud, que es la gloria de la comedia loca del Hollywood clásico, a la que su escorpión añade un inefable chorro de veneno vivificador.
LA MALDICIÓN DEL ESCORPIÓN DE JADE
Dirección y guión: Woody Allen. Intérpretes: Woody Allen, Helen Hunt, Charlize Theron, Dan Aykroyd, Elizabeth Berkley, Brian Markinson, Wallace Shawn, David Odgen Stiers. Género: comedia, Estados Unidos, 2001. Duración: 110 minutos.
El resultado es un equilibrado, ingeniosísimo y confortador jugueteo de Woody Allen con las flotaciones amistosas de fantasmas de su memoria, en cuyo centro -y a sabiendas de que lo hace ya fuera de edad- se sitúa a sí mismo, y nada menos que afrontando a cara lavada el reto de un tú a tú con Helen Hunt, que es la mejor intérprete de comedia del cine actual y que -obviamente entusiasmada y crecida ante Woody Allen, con el que esta inmensa actriz confiesa que gustosamente hubiera pagado por trabajar- nos da un nuevo baño de su refinado talento. Es ella el eje o el imán alrededor del que se mueve la película de fondo, por buena competencia que le haga Charlize Theron, que borda un precioso, y nada ornamental, personaje de vampira telonera.
Y de ahí, de la conciencia del desajuste que su presencia, dañada por el paso de los años, provoca en una película que, por otra parte, sólo podía interpretar él, procede el hecho de que Woody Allen fuerce y tuerza a su personaje -lo que hace dar a su jugueteo un inesperado giro en busca de radicalidad y hondura- hacia angulaciones grotescas y soluciones imposibles de la trama, como la del fastuoso happy end que cierra con auténtico hierro imaginario la fabulación, empleando para lograrlo tan sólo el abracadabra de un veloz e infalible juego de palabras.
Y Allen nos hace así cómplices del despliegue de una complicadísima ligereza, que no se ampara como otras suyas en el filo del chiste verbal, sino que incorpora plenamente la ocurrencia a la acción y deduce de ella trama y trampa, cuerpo y volumen cómico no dicho, sino ejercido, hecho imagen, como esa idea convertida en escena de la sesión de hipnotismo, que se ramifica a lo largo y a lo ancho de la comedia e incluso nos da la clave de su feliz, ambiguo y brillantísimo desenlace, destello de la potencia que despliega, bajo el trabajo de filmación, la portentosa fertilidad del escritor Woody Allen.
Babelia
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