Moral católica y Derecho
Desde hace unas semanas, la decisión de los obispos de Almería y Córdoba de no volver a proponer a la Junta de Andalucía a dos profesoras de religión basándose exclusivamente en su vida personal (haberse casada civilmente con un divorciado una, y no acudir a misa, la otra), ha levantado una oleada de críticas que ha culminado con una proposición no de ley aprobada por el Parlamento de Andalucía. Sin embargo, la Iglesia ha defendido su postura con sólidos argumentos jurídicos, que no han sido rebatidos: el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales firmado por el Estado español y la Santa Sede en 1979 atribuye a los obispos la competencia para proponer anualmente a la autoridad académica las personas idóneas para impartir la enseñanza de religión, de tal forma que si una persona no da testimonio de su fe viviendo de acuerdo con la doctrina católica que explica, entonces el obispo tiene el derecho y 'aún el deber' -dice un comunicado de prensa de la Conferencia Episcopal- de no volver a proponerla para impartir la religión católica, sin que el Estado pueda intervenir en esta decisión ya que no es competente ni para fijar los contenidos de la Religión y Moral Católica ni para valorar la idoneidad de los profesores que la imparten; ambas tareas corresponden a la Iglesia, derecho que se le reconoce también a otras confesiones religiosas.
Así las cosas, no es extraño que el Obispado de Almería haya mantenido su decisión en el acto de conciliación que se celebró el pasado 5 de octubre y, si todo sigue su camino jurídico natural, es bastante probable que la profesora Resurrección Galera se quede sin dar clase porque el Tribunal Supremo ya le dio la razón a la Iglesia en un caso similar cuando, en su sentencia 6295/ 2000, de 7 de julio, consideró que la exclusión de la propuesta del obispo para un curso de un profesor que ya había impartido la enseñanza religiosa en los precedentes, 'no equivale a un despido, dada la peculiar naturaleza de la relación, cuya legitimidad hay que buscarla en el tratado internacional celebrado entre la Santa Sede y el Estado Español'.
A pesar de la fortaleza del razonamiento de la Conferencia Episcopal, me parece que es posible mantener otra opinión jurídica partiendo, precisamente, de una idea de la propia Conferencia: el derecho de todas las confesiones religiosas a impartir su doctrina. Pues bien, de las cuatro confesiones que han suscrito acuerdos con el Estado para ejercer ese derecho en las aulas de los colegios públicos (además de la Católica, la Iglesia Evangélica, la Comunidad Israelita y la Musulmana), sólo los encargados de impartir la enseñanza de la religión católica reciben un sueldo del Estado; para los demás, el compromiso de los poderes públicos se limita a cederle los locales. Por tanto, la situación del Estado no es similar en los cuatro casos: mientras que tiene poco que decir en las relaciones entre los docentes de las confesiones minoritarias con sus respectivas iglesias, su vinculación con los docentes católicos es mucho más intensa pues no sólo les paga directamente el mismo sueldo que a los profesores interinos, sino que -en virtud de los acuerdos Iglesia-Estado- los integra en el claustro de profesores y los incorpora al régimen general de la Seguridad Social. Inevitablemente, si la Iglesia tiene unos derechos frente al Estado, que no tienen las demás confesiones, no puede pretender tener la misma libertad a la hora de elegir sus docentes, como prueba que el Convenio sobre régimen económico-laboral para los profesores de religión católica suscrito entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal en 1999 ordena que estos profesores deberán poseer 'una titulación académica igual o equivalente a la exigida para el mismo nivel al correspondiente profesorado interino'. Dicho con un ejemplo: mientras que la Administración educativa no podría negar el derecho a enseñar su religión en un instituto a un evangélico que no fuera licenciado, sí que tendría que hacerlo en el caso de un docente católico.
Por tanto, el problema jurídico no se resuelve, como inteligentemente pretende la Conferencia Episcopal, apelando sólo a la libertad religiosa. Tampoco se trata de saber la naturaleza de la relación laboral entre la Administración y los profesores de religión. La sentencia 6295/2000 ya determinó que se trata de un contrato temporal y no de uno indefinido. La cuestión no versa sobre el derecho de los obispos a elegir a las personas que estimen conveniente para impartir catequesis y cursillos, tampoco sobre si debe aplicarse el artículo III del Acuerdo internacional de 1979 o el artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores de 1995 en la contratación de los profesores de religión; sino que lo que se trata es de averiguar hasta qué punto el ordenamiento jurídico español constriñe la capacidad de los obispos para proponer (y dejar de proponer) profesores de Religión y Moral católica en los centros públicos a cambio de considerarlos a todos los efectos (académicos y económicos) como profesores interinos.
A mi juicio, y planteado así el problema, hay que traer a colación la opinión del Tribunal Constitucional sobre otro punto conflictivo de los Acuerdos jurídicos entre el Estado y la Santa Sede: la eficacia civil de las nulidades canónicas. Según el TC, la Constitución impide una interpretación literal de los Acuerdos, de tal forma que no se puede pretender que un juez civil aplique automáticamente la sentencia canónica de nulidad matrimonial; por el contrario, tendrá que comprobar que se ajusta al Derecho del Estado, no al de la Iglesia (STC 66/1982, de 12 de noviembre). Pues bien, la aplicación analógica de esta doctrina constitucional en nuestro caso concreto debe conducir a estimar que una vez que un obispo considera competente a una persona para impartir la docencia de la religión católica en los centros públicos y es contratada por la Administración (que no por la Iglesia), esa persona adquiere, gracias a la aplicación del ordenamiento estatal, el derecho a que se le apliquen el siguiente curso los mismos criterios de selección que se aplican a los profesores interinos, todos referentes a su currículum profesional. Por eso, si su exclusión de la propuesta del Obispo no se basara en él y sí en su estado civil o en sus costumbres dominicales, dos motivos perfectamente válidos para la moral católica pero que no se recogen en ninguno de los baremos para cubrir las plazas interinas que convocan las Administraciones Públicas, entonces la propuesta del Obispo no debería ser aceptada automáticamente por la Administración, que debería revisarla para adecuarla a los mandatos del Derecho estatal.
Comprendo que este resultado puede ser duro para la Iglesia, que puede ver cómo en pocos años los claustros de los centros públicos se llenan de profesores de religión que no adecuan su conducta personal a los cánones morales del catolicismo. Pero no es algo inevitable y su solución está en las propias manos de la Conferencia Episcopal: le basta con seguir el ejemplo de las otras confesiones y renunciar al actual modo de financiación pública de sus docentes. En un Estado de Derecho, las relaciones especiales de la Iglesia católica con la Administración no pueden seguir siendo gratis et amore Dei.
Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada
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