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Columna
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Salvar la libertad de pensar

Josep Ramoneda

La primera oleada de bombardeos sobre Afganistán ha confirmado cosas que ya sabíamos. Que Estados Unidos necesitaba alguna acción de fuerza con vistas a su opinión pública y a dejar constancia de que no abdica de su papel de primera fuerza mundial. Que Osama Bin Laden fue el autor intelectual de los atentados de Nueva York y Washington: su vídeo promocional no deja lugar a dudas. Que la retórica de Dios y el diablo seguirá presidiendo este conflicto si Europa no lo remedia. Y que España sigue siendo un país de tercera división, en el que sus gobernantes son informados como corresponde al pelotón de los incondicionalmente sumisos al poder norteamericano y que la ciudadanía no tiene derecho a escuchar más que retóricas declaraciones de principios tanto del presidente del Gobierno como del líder de la oposición.

En Cataluña, nuestros líderes políticos no consideraron oportuno otorgar protagonismo a este conflicto en el reciente debate parlamentario de política general, lo cual hace sospechar que tampoco le reservarán lugar en el próximo debate de la moción de censura. El escaso eco que, como ha confirmado la encuesta del Instituto Opina, tuvo el debate de política general en la opinión pública catalana podría quizá hacer reflexionar a los dirigentes políticos porque, sin querer herir su vanidad, lo cierto es que la ciudadanía está más pendiente de Nueva York y Kabul que de ellos. Las distintas formaciones adscritas al catalanismo político han encontrado en la pareja global-local una forma de afirmar el carácter universal de las preocupaciones y fantasías locales. Pero cuando de verdad lo global cae sobre nosotros, cuando de verdad se pone de manifiesto que lo que ocurre en cualquier parte del mundo -por alejada que esté- nos concierne, pasan de puntillas. El razonable pudor a no caer en el chiste del elefante y el problema catalán no debe impedir que los ciudadanos de Cataluña sepan qué posición toman nuestros dirigentes en torno a acontecimientos que nos conciernen tan directamente o más que las estrecheces del Eix Transversal, pongamos por caso.

La violencia es un obstáculo para el pensamiento. La violencia genera siempre la dinámica de buenos y malos, de estás conmigo o estás contra mí. Y esta dinámica no siempre ayuda a pensar y avanzar. El presidente del Gobierno, José María Aznar, ya ha dicho, haciéndose eco de lo que se dice en Washington, que en este caso no se puede ser neutral, pero sin el esfuerzo que ha hecho Tony Blair para elaborar este elemental principio y convertirlo en doctrina propia (es interesante en este sentido el discurso del primer ministro británico ante su partido). Sin duda, el atentado contra las Torres Gemelas no admite otra neutralidad que estar con las víctimas. Y, sin duda, el terrorismo es una amenaza para las sociedades abiertas (por sus efectos directos -atentados- y por sus efectos indirectos -neoautoritarismo en nombre de la seguridad) contra la que los gobernantes tienen la obligación de defender a los ciudadanos. Basta pensar en la secuencia histórica resistentes-guerrilleros-terroristas para tomar conciencia del punto en que estamos. Pero lo más probable, tanto en Cataluña como en el resto de España, es que el debate de fondo, contaminado por la violencia, se reduzca, como casi siempre, al enfrentamiento simplista entre militaristas y pacifistas (según la terminología de estos últimos), americanistas y antiamericanistas (variante de buenos y malos, según la doctrina gubernamental) o realistas y utopistas, para decirlo con palabras menos sangrantes. Dudo que ningún debate de este tipo sirva para nada más que las descalificaciones mutuas. Sin embargo, parece que países como los nuestros deberían por lo menos intentar que la violencia no impidiera la reflexión y el debate. Y que no ser neutral no signifique no tener opinión propia. Las ideas no tienen por qué ser incompatibles con las opciones de moral provisional. Ni éstas obligarnos a renunciar a aquéllas.

La guerra clásica como respuesta al estado de violencia. Esta es la parte visible de la acción de Estados Unidos contra el terrorismo internacional. Son muchas las voces autorizadas que señalan que de poco sirve una operación militar contra Afganistán porque el problema del terrorismo es de otra naturaleza y es en los subterráneos de nuestras propias sociedades donde hay que ir a buscarlo. Por estas zonas oscuras circulan, junto al terrorismo, dinero, armas y drogas. Los gobernantes occidentales se muestran reacios a la hora de echar luz sobre estos subterráneos porque al fin y al cabo no son ajenos a la normalidad económica consagrada. Hasta ahora, cada vez que Europa ha querido dar un paso en esta dirección, Estados Unidos se ha opuesto. Del mismo modo que se opuso a la formalización del Tribunal Penal Internacional, que es un instrumento que en estos momentos podría ser de gran utilidad. Porque a la violencia criminal hay que responder con métodos adecuados: información y justicia.

Detener a Bin Laden y desmontar los nodos de las redes terroristas en Afganistán puede tener sentido en el marco de una operación mucho más global, asentada sobre lo político y lo policial más que sobre lo militar (Michel Foucault insistía siempre en recordar el origen común de aquellas dos palabras), siempre y cuando las actuaciones estén claramente delimitadas en función del objetivo global. Pero si derribar a los talibán y detener -vivo o muerto, dicen- a Bin Laden es el objetivo final de Estados Unidos, aunque se satisfagan las ansias de revancha de una parte de la población, se habrá avanzado muy poco en la resolución del problema de fondo. Como es natural, nada sabemos de las operaciones que se puedan hacer en los ámbitos por definición secretos de la información y de los comandos especiales. Pero el propio carácter de la coalición orquestada por Bush no ayuda precisamente al optimismo. ¿Todos contra Afganistán, cuando hay en la coalición países con papel mucho más determinante en la financiación y protección de las redes terroristas? Los atentados de septiembre han puesto de manifiesto un secreto a voces: que hay que repensar el esquema orden-desorden en un sistema mundial que ha cambiado mucho y a toda prisa. Y de esto habría que hablar sin dejarnos llevar por la capacidad de la violencia de destruir la libertad de pensar.

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