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Columna
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Una ciudad herida

Paul Krugman

¿Dañará el atentado terrorista permanentemente la posición de Nueva York como capital económica de Estados Unidos? Sin sentimentalismos, por favor, a pesar del sarcástico titular de The Onion, 'El resto del país siente temporalmente un profundo afecto por Nueva York'. Esta es una pregunta real y merece una respuesta seria.

La razón de que sea una pregunta real es que la economía de una ciudad es diferente de la de un país. No sólo están los recursos estadounidenses -principalmente la energía y la cualificación de sus trabajadores- prácticamente intactos; no van a ir a ninguna parte. Quizá pasemos una recesión, durante la cual algunos de esos recursos se verán momentáneamente ociosos; pero no hay duda de que la economía estadounidense los pondrá de nuevo a trabajar.

Pero los recursos de Nueva York no tienen que seguir donde están. Y es concebible que no lo hagan.

Después de todo, la insigne ciudad de Estados Unidos debe su posición a un accidente histórico. Las ventajas naturales de la ubicación de Nueva York -su buen puerto, su situación al final de la única ruta fluvial posible hasta los Grandes Lagos- fueron legítimamente trascendentales durante el periodo de crecimiento de la ciudad. Pero hace tiempo que dejaron de ser importantes para la economía de la ciudad. Lo que mantiene a Nueva York como una gran ciudad es la causalidad circular: la gente y las empresas se establecen allí por las oportunidades creadas por la presencia de otra gente y otras empresas.

Y dado que la economía de la ciudad se sostiene por causalidad circular, un golpe suficientemente grande a esa economía podría teóricamente causar un daño permanente. Si suficientes empresas y habitantes se van, por la razón que sea, la economía local podría caer por debajo de la masa crítica y entrar en una espiral descendente en la que las empresas se van porque otras lo están haciendo.

Los beneficiarios de dicho éxodo no serían probablemente otras grandes ciudades; por el contrario, las empresas se trasladarían a los interminables alrededores. No fui la única persona de las afueras de Nueva Jersey que, para vergüenza propia, se sintió perfectamente a salvo el 11 de septiembre: hay millones de personas que viven y trabajan cerca, pero ningún objetivo obvio, porque aquí no hay ningún ahí.

La cuestión es ¿cuál debería ser la magnitud del golpe para dar comienzo a dicha espiral? En cualquier caso, ¿en qué medida son resistentes las ciudades?

Un investigador con enorme poder y pocos escrúpulos podría intentar responder a la pregunta de manera experimental, destruyendo grandes porciones de una ciudad, para ver después si se recuperaba. (¡Quizá eso era lo que quería hacer Robert Moses!) Pero en la vida real la gente no haría un experimento de ese tipo, ¿o sí?

Dos economistas de la Universidad de Columbia, Donald Davis y David Weinstein, señalaron recientemente que Estados Unidos ha hecho ese experimento, aunque con las ciudades de otros. Su artículo, producto de muchos meses de trabajo, ha sido espeluznantemente puntual. Titulado 'Huesos, bombas y puntos de ruptura: la geografía de la actividad económica', señala que la campaña de bombardeo estadounidense contra Japón en los últimos meses de la II Guerra Mundial constituyó una especie de espantoso experimento natural para poner a prueba la resistencia de las ciudades.

El punto importante de su análisis no es que la campaña de bombardeos fuese inmensamente destructiva -145 kilómetros cuadrados de la ciudad de Tokio fueron reducidos a escombros, que en proporción al área construida era sólo una ciudad japonesa intermedia- sino que tuvo un impacto enormemente variable. Algunas ciudades escaparon con muy pocos daños, mientras que otras fueron destruidas en su mayor parte. La cuestión que plantean es si las ciudades más dañadas recuperaron el lugar que ocupaban antes de la guerra en la jerarquía urbana japonesa, o si entraron en una espiral descendente.

Su respuesta es ligeramente desalentadora para los economistas a los que les gustaría verificar sus teorías sobre la causalidad circular, pero muy alentadora para aquellos que creen que el especial e intenso urbanismo de Nueva York produce beneficios a la nación que van más allá de los dólares y los centavos. Ni siquiera en el Japón de posguerra se produjeron espirales descendentes, y las ciudades retornaron enseguida a sus posiciones originales dentro de la jerarquía urbana. 'Ni siquiera enormes traumas temporales para las zonas urbanas', declaran los autores, 'tienen un impacto a largo plazo en el tamaño de las ciudades'. Parece que las ciudades son realmente muy resistentes.

Eso no quiere decir que el futuro de Nueva York esté garantizado; aunque las ciudades son muy resistentes, ascienden y caen a lo largo del tiempo. Pero si el ejemplo japonés es significativo, el ataque a Nueva York, a pesar de su horror, no tendrá consecuencias dignas de mencionarse para las perspectivas económicas a largo plazo de la ciudad.

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