Reacción y marcha atrás
Para los siete millones de estadounidenses que son musulmanes (de los que sólo dos millones son árabes), y que han vivido la catástrofe del 11 de septiembre y su dura resaca, éstos están siendo unos tiempos inquietantes, especialmente desagradables. Además del hecho de que varios árabes y musulmanes han sido víctimas inocentes de atrocidades, hay un ambiente de odio casi palpable contra este grupo, que se manifiesta bajo diversas formas. George W. Bush alineó inmediatamente a Dios con Estados Unidos, declarando la guerra a los 'tipos' -a los que ahora, como él dice, se los quiere vivos o muertos- que perpetraron los terribles hechos. Ello significa, como no es necesario recordar a nadie, que Osama Bin Laden, el esquivo fanático musulmán que, para la inmensa mayoría de los estadounidenses, representa al Islam, ha pasado a ocupar el centro del escenario. La televisión y la radio pasan casi incesantemente fotos de archivo e informes enlatados del tétrico extremista (antiguo playboy, según dicen), así como las de las mujeres y niños palestinos sorprendidos mientras 'celebraban' la tragedia estadounidense.
Lumbreras y presentadores de televisión hablan sin parar de 'nuestra' guerra contra el Islam, y palabras como 'yihad' y 'terror' han hecho que aumente un miedo y rabia comprensibles que parecen haberse extendido por todo el país. Dos personas (una de ellas, un sij) han muerto ya a manos de ciudadanos enfurecidos, al parecer animados por comentarios como los del funcionario del Departamento de Defensa Paul Wolfowitz al que se le han pasado por la cabeza cosas tales como, literalmente, 'acabar con los países' y atacar con armas nucleares a nuestros enemigos. Se ha insultado a cientos de tenderos, estudiantes, mujeres con pañuelo y ciudadanos corrientes, musulmanes y árabes, mientras que por doquier brotaban carteles y pintadas anunciando su muerte inminente. El director de la organización árabe-estadounidense más importante me ha dicho que recibe una media de 10 mensajes a la hora con insultos, amenazas y ataques verbales que hielan la sangre. Una encuesta de Gallup publicada el 24 de septiembre afirma que el 49% de los estadounidenses dijo sí (el 49% dijo no) a la idea de que los árabes, incluidos los ciudadanos estadounidenses, deberían llevar una identificación especial; el 58% exige (el 41% no) que los árabes, incluidos los ciudadanos estadounidenses, deberían ser objeto de controles de seguridad especiales.
Pero la belicosidad oficial ha ido disminuyendo lentamente a medida en que George W. descubre que sus aliados no son tan poco comedidos como él y (sin duda) cuando alguno de sus consejeros -sobre todo Colin Powell, que es el que parece el más razonable con diferencia- le insinúa que invadir Afganistán no es tan sencillo como enviar allí a los grupos paramilitares de Texas, e incluso cuando la confusísima realidad que él y su personal se han visto obligados a aceptar, borra la necia imaginería maniquea del bien contra el mal que había estado manteniendo en nombre de su pueblo. Comienza un retroceso perceptible de la escalada, a pesar de que no dejan de llegar informes sobre el acoso de la policía y del FBI a los musulmanes. Bush visita una mezquita de Washington; hace un llamamiento a los líderes de la comunidad y el Congreso para moderar los discursos de odio; comienza al menos a intentar hacer distinciones retóricas entre 'nuestros' amigos árabes y musulmanes (los de siempre: Jordania, Egipto y Arabia Saudí) y los terroristas aún no descubiertos. En su discurso ante la sesión plenaria del Congreso, Bush dijo que Estados Unidos no estaba en guerra contra el Islam, pero desgraciadamente no dijo nada acerca de la oleada creciente, tanto de incidentes como de retórica, que ha acosado en todo el país a musulmanes, árabes y gente con pinta de ser de Oriente Próximo. Powell manifiesta aquí y allí su disgusto con Israel y Sharon por aprovecharse de la crisis oprimiendo aún más a los palestinos, pero la impresión generalizada es que la política de Estados Unidos mantiene el mismo rumbo de siempre, sólo que ahora parece que lo que se prepara es una gran guerra.
En la esfera pública hay muy poco conocimiento positivo de los árabes y del Islam al que recurrir para contrarrestar esas imágenes enormemente negativas que flotan por todas partes: los estereotipos de un pueblo lujurioso, vengativo, violento, irracional y fanático persisten. Palestina es una causa que no ha captado aún la imaginación, y todavía menos desde la conferencia de Durban. Incluso en mi universidad, merecidamente famosa por su diversidad intelectual y por la heterogeneidad de sus estudiantes y profesorado, rara vez se ofrece un curso sobre el Corán. History of the arabs, de Philip Hitti -con diferencia, el mejor libro en inglés de un solo tomo sobre el tema-, está descatalogado. La mayor parte de lo disponible es polémico y adverso: los árabes y el Islam son motivo de controversia en vez de temas culturales y religiosos como otros. Las películas y la televisión están repletas de terroristas árabes terriblemente poco atractivos y de mente sanguinaria; y existían antes de que los terroristas de las Torres Gemelas y el Pentágono secuestraran los aviones y los convirtieran en instrumentos de una matanza en masa que apesta más a patología criminal que a religión alguna.
En los medios impresos parece haber una campaña atenuada para introducir a martillazos la tesis de que 'ahora todos somos israelíes', y que los ocasionales hombres-bomba suicidas palestinos son prácticamente lo mismo que los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono. Por supuesto, en este proceso, la opresión y desposesión de Palestina se han borrado de un plumazo de la memoria; como también se han borrado las múltiples condenas de muchos palestinos a los bombardeos suicidas, incluida la mía. El resultado es que cualquier intento de situar el horror de lo que ocurrió el 11 de septiembre en un contexto que incluya las acciones y la retórica de EE UU es atacado o rechazado por considerar que justifica el bombardeo terrorista.
Esta actitud es desastrosa intelectual, moral y políticamente, pues la ecuación que iguala comprensión con justificación es profundamente errónea. Lo que la mayoría de los estadounidenses encuentran difícil de creer es que las acciones de Estados Unidos como nación en Oriente Próximo y en el mundo árabe -su apoyo incondicional a Israel; las sanciones contra Irak, que han perdonado a Sadam Husein y condenado a cientos de miles de iraquíes inocentes a la muerte, la enfermedad y la desnutrición; el bombardeo de Sudán; la 'luz verde' de Estados Unidos para la invasión de Líbano por Israel en 1982 (durante la cual perdieron la vida casi 20.000 civiles, además de las masacres de Sabra y Chatila); la utilización de Arabia Saudí y del Golfo generalmente como si fueran un feudo privado de Estados Unidos; el respaldo a los regímenes represores árabes e islámicos- han causado profundo resentimiento y se ven, y no es tan incorrecto, como acciones en nombre del pueblo estadounidense. Hay una diferencia enorme entre aquello de lo que el estadounidense medio es consciente y las políticas, a menudo injustas y despiadadas que, tanto si son conscientes de ello como si no, se emprenden en el exterior. Cada veto de Estados Unidos a una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU condenando a Israel por los asentamientos o el bombardeo de civiles puede ser dejado de lado por los habitantes de Iowa o Nebraska como acontecimientos sin importancia y probablemente correctos; mientras que para un ciudadano egipcio, palestino o libanés hieren al máximo y se recuerdan con enorme precisión.
Dicho de otra manera, hay una dialéctica entre las acciones concretas de Estados Unidos, por un lado, y las consiguientes actitudes hacia Estados Unidos, por el otro, que tiene muy poco que ver con la envidia o el odio a la prosperidad, la libertad y el éxito mundial de Estados Unidos. Más bien al contrario, todos los árabes o musulmanes con los que yo he hablado expresaban su perplejidad ante el hecho de que un país tan extraordinariamente rico y admirable como es Estados Unidos (y con individuos tan agradables como los estadounidenses) se haya comportado internacionalmente con tan desalmado desprecio por los pueblos menores. También es seguro que muchos musulmanes y árabes son conscientes de la influencia en la política estadounidense que tiene el lobby proisraelí y del terrible racismo y las diatribas de publicaciones proisraelíes como The New Republic o Commentary, por no hablar de los analistas sedientos de sangre como Charles Krauthammer, William Safire, George Will, Norman Podhoretz y A. M. Rosenthal, cuyas columnas expresan normalmente odio y hostilidad hacia los árabes y musulmanes. Se encuentran generalmente en las páginas de los medios de comunicación principales (por ejemplo, en las páginas de The Washington Post), donde todo el mundo pueda leerlas, en lugar de estar escondidas en las últimas páginas de publicaciones marginales.
Así que estamos atravesando un periodo de sentimientos turbulentos y volubles y de profundo recelo, con una promesa de más violencia y terrorismo dominando las conciencias, especialmente en Nueva York y Washington, donde las terribles atrocidades del 11 de septiembre siguen estando muy vivas en la conciencia pública. Yo lo percibo claramente, como les sucede a todos los que me rodean.
Pero resulta alentador que, a pesar de la terrible actuación de los medios en general, está surgiendo lentamente la disensión, las peticiones de resolución y acción pacífica, y se va extendiendo, aunque aún de forma muy esporádica, una demanda de alternativas a más bombardeos y destrucción. Este tipo de pensamiento es, en mi opinión, muy digno de ser señalado. En primer lugar, se ha manifestado ampliamente la preocupación por lo que podría suponer una erosión de las libertades civiles y del derecho a la intimidad ante la exigencia del Gobierno de disponer de la facultad para pinchar teléfonos, arrestar y detener a personas de Oriente Próximo bajo sospecha de terrorismo y, en líneas generales, para inducir un estado de alarma, sospecha y movilización que podría conducir a una paranoia parecida a la de los tiempos de McCarthy. Dependiendo de la lectura que cada uno le dé, el hábito estadounidense de colgar la bandera en todas partes puede parecer patriótico, por supuesto, pero el patriotismo puede conducir a la intolerancia, a los crímenes por odio y a todo tipo de pasión colectiva desagradable. Numerosos analistas lo han advertido y, como ya he dicho, hasta el presidente dijo que 'nosotros' no estamos en guerra contra el Islam o los musulmanes. Pero el peligro está ahí, y ha sido debidamente señalado por otros expertos, cosa que me complace decir.
Segundo, ha habido muchos llamamientos y reuniones para tratar el tema de la acción militar que, según una encuesta, el 92% de los estadounidenses parece desear. Sin embargo, como la Administración no ha especificado con exactitud cuáles son los objetivos de esta guerra ('erradicar el terrorismo' es más metafísico que real), ni los medios, ni tampoco el plan, hay una considerable incertidumbre con respecto adónde nos dirigimos militarmente. Pero, en general, la retórica se ha hecho menos apocalíptica y religiosa -la idea de una cruzada ha desaparecido casi por completo- y se ha centrado más en lo necesario por encima de palabras genéricas como 'sacrificio' y 'una larga guerra, distinta de todas las demás'. En universidades, colegios, iglesias y lugares de reunión hay muchos debates sobre cuál debería ser la respuesta. Incluso he oído decir que algunas familias de las víctimas han dicho en público que no creen que la venganza militar sea una respuesta adecuada. El asunto es que en general se reflexiona acerca de lo que debería hacer Estados Unidos, pero siento tener que informar de que no ha llegado aún el momento de un examen crítico de la política de Estados Unidos en Oriente Próximo y el mundo islámico. Espero que llegue algún día.
Ojalá que algunos estadounidenses más, así como gente de otros países, se dieran cuenta de que, a la larga, la principal esperanza para el mundo es esta comunidad de conciencia y comprensión, de que tanto la protección de los derechos constitucionales como el abrir los brazos a las víctimas del poder estadounidense (como las de Irak), o confiar en la comprensión y en el análisis racional, podemos hacerlo mucho mejor de lo que lo hemos hecho hasta ahora. Por supuesto, ello no conducirá directamente a un cambio de política hacia Palestina, o a un presupuesto de defensa menos sesgado, o a unas actitudes más ilustradas respecto al medio ambiente y la energía; pero ¿dónde si no en esta decente marcha atrás puede caber la esperanza? Puede que este grupo de opinión crezca en Estados Unidos, pero, hablando como palestino, también debo tener la esperanza de que esté surgiendo un grupo semejante en el mundo árabe y musulmán. Debemos empezar a pensar en nosotros como responsables de la pobreza, ignorancia, analfabetismo y represión que dominan nuestras sociedades, males que hemos permitido crecer pese a nuestras quejas sobre el sionismo y el imperialismo. ¿Cuántos de nosotros, por ejemplo, nos hemos manifestado honesta y abiertamente a favor de una política laica y hemos condenado el uso de la religión en el mundo islámico de forma tan contundente y seria como hemos denunciado la manipulación del judaísmo y del cristianismo en Israel y Occidente? ¿Cuántos de nosotros hemos denunciado todas las misiones suicidas como inmorales y equivocadas, incluso a pesar de los estragos de los colonos y el inhumano castigo colectivo? No podemos seguir escondiéndonos tras las injusticias que se han cometido contra nosotros, ni tampoco seguir lamentando pasivamente el apoyo estadounidense a nuestros impopulares líderes. Hay que dar a conocer una nueva política secular árabe, sin justificar ni apoyar ni un solo momento la militancia de gente que desea matar indiscriminadamente (es una locura). Hay que acabar con la ambigüedad sobre ese punto.
Durante años he estado afirmando que nuestras principales armas como árabes no son militares, sino morales, y la única razón por la que -a diferencia de la lucha contra el apartheid en Suráfrica- la lucha palestina por la autodeterminación no ha captado la imaginación del mundo es que no parece que tengamos claros nuestros objetivos y nuestros métodos, y que no hemos definido de un modo suficientemente inequívoco que nuestro propósito es la coexistencia y la inclusión, no el exclusivismo y el retorno a algún pasado mítico e idílico. Ha llegado el momento de dejarnos de contemplaciones y ponernos inmediatamente a examinar, a reexaminar y a reflexionar sobre nuestra propia política como tantos estadounidenses y europeos están haciendo ahora. No debemos esperar menos de nosotros de lo que esperamos de otros. Quisiera que todo el mundo se tomase tiempo para ver adónde nos están llevando nuestros líderes y por qué motivo. El escepticismo y la reconsideración son una necesidad, no un lujo.
Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia, NY.
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