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Columna
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La angostura nacionalista

Desde el inicio mismo de su primer mandato el lehendakari Ibarretxe se ha empeñado, incluso personalmente, en el muy loable reto de colocar al conjunto de la sociedad vasca en disposición de encarar definitivamente un futuro de paz y de normalización política. El pleno sobre pacificación y normalización celebrado el pasado viernes en el Parlamento vasco es fruto de esta voluntad y su resultado, decepcionante, si bien no debe hacer flaquear el empeño de Ibarretxe, sí que debería servir para revisar la estrategia e incluso el contenido mismo de ese empeño. Para empezar, uno no acaba de entender que los mismos partidos que impulsan un debate en sede parlamentaria -aparentemente en la confianza de poder alcanzar en una sola sesión acuerdos básicos entre posiciones discrepantes, pues de lo contrario el pleno carece de sentido-, estén al mismo tiempo animosamente dispuestos a participar en el largo y tortuoso proceso de conversaciones promovido por Elkarri con su conferencia.

No parece demasiado serio apostar igualmente por una vía rápida que por una vía lenta para alcanzar, se supone, un solo y único objetivo: la paz y la normalización política. No quiero creer que se pretenda transmitir a la opinión pública la imagen de un Parlamento incapaz de hacer política para así justificar una operación de mudanza de legitimidad desde las instituciones realmente existentes, fruto de la decisión ciudadana, hacia una magmática y poco definida sociedad que, al margen y hasta en contra de esas instituciones, sería el sujeto constituyente de una nueva situación política. Así que atribuiré esa contradicción de la doble vía lenta-larga a dos ideas fuertemente enraizadas en la mentalidad nacionalista: la idea de que los problemas reales son en el fondo problemas de voluntad y, en consecuencia, la idea de que la solución de tales problemas es cuestión de dar con una buena metodología. En el fondo, el nacionalismo vasco se empeña en mostrar ante los demás como evidencia la existencia de un 'conflicto político de naturaleza histórica' a la vez que se oculta a sí mismo la única solución posible de tal problema.

Porque si bien no es cierto que exista un conflicto político entre Euskadi y España, es innegable que existe un conflicto entre la concepción de Euskadi del nacionalismo vasco y la de los dos grandes partidos llamados a ocupar alternativamente el Gobierno español. Un conflicto objetivo y objetivable, que afecta a cuestiones bien concretas y perfectamente identificables. Un conflicto, además, con una dimensión subjetiva, sostenido sobre las definiciones y las interpretaciones formuladas por los nacionalismos a lo largo de cien años. Un conflicto que explica la especialísima configuración electoral del espacio político vasco. Un conflicto que en los últimos años se ha expresado con una virulencia inusitada, dando lugar a la constitución de dos bloque políticos cada vez más alejados entre sí. Un conflicto del que la violencia terrorista no es consecuencia, sino expresión perversa de una visión totalitaria y agónica de la realidad. ¿Por qué no se reconoce de una vez la existencia de ese conflicto?, se pregunta con razón el nacionalismo vasco. ¿Por qué no reconoce de una vez el nacionalismo vasco -me pregunto yo- que la superación de ese conflicto no pasa por la cuestión 'autodeterminación sí-autodeterminación no' sino por la más sustantiva cuestión 'Estado vasco sí-Estado vasco no', y que la única respuesta razonable es la desestatonacionalización del nacionalismo vasco en el horizonte de una posible, aunque no sencilla, desestatonacionalización de España y Europa?

El nacionalismo vasco está actuando como quien, viendo su camino obstaculizado por un estrechamiento, carga una y otra vez contra la angostura para ver si así logra superarla. Al no lograrlo, busca desarrollar su masa muscular y ataca de nuevo el obstáculo, sin percatarse de que sus dificultades no han hecho sino aumentar. Sigue empujando con empeño, esta vez con la ayuda de otras personas, sin darse cuenta de que cuanto más grande es y cuanta más fuerza arrastra tras de sí, menores son sus posibilidades de deslizarse por la estrechura. Dinamitarla, parece, queda descartado. Sólo cabe, y nunca mejor dicho, un nacionalismo ligero y delgado. Un nacionalismo sin Estado. Ahí está el verdadero problema político.

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