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Tribuna:EL ENEMIGO ES LOS PARTICULARISMOS ENDOGÁMICOS
Tribuna
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La vida traicionada

'El ser humano es capaz

de hacer lo que es incapaz

de imaginar'.

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René Char.

La opulencia y la seguridad han huido en direcciones contrarias, cuando parecían basadas la una en la otra, la otra en la una. La pobreza y la absoluta incertidumbre estaban ya casadas indisolublemente desde el comienzo de nuestra evolución. Apabulla, pero afirmar que nada ha progresado tanto y tan aceleradamente como el riesgo, no es catastrofista, es la pura y demostrada esencia de la realidad. Incluso nada tan rotundo ahora mismo como la fragilidad. Epidemia contagiada a los soportes no ya de la especie, sino también de la condición humana. La fraternidad está maltrecha, como la capacidad de entendimiento, los lenguajes y sentidos básicos, la propia alimentación y, por supuesto, la equidad. Avanza la taxidermia, la ortopedia y la venganza.

Los estragos de la intolerancia han quedado grabados ya indeleblemente sobre la memoria de esta generación. Pocos acontecimientos de los últimos sesenta años han sumado tanta incertidumbre como la evidencia de una endeblez que los colosalismos, fomentados por el modelo económico que legitima el acumular exponencial, pretendían esconder. Lo más alto cae, lo más seguro es violado, lo más poderoso resulta atacado en su propia guarida. La sociedad en su conjunto ha recibido la peor de las noticias: dos decenas de personas pueden poner casi todo al borde del precipicio. Porque cuentan con el mayor de los poderes destructivos que se conocen: el desprecio a la vida, incluyendo la propia. Un Caín suicida tiene un alto porcentaje de resultar imparable. Si además se pertrecha con un arma poderosa -tanto más si no es identificada inicialmente como tal-, alcanza a resquebrajar hasta los cimientos de lo más crucial que siempre ha pretendido construir el ser humano: una cierta confianza en los logros de sus esfuerzos. O todavía más importante: evidencias claras de que se avanzaba hacia formas de creciente bienestar, entre cuyos logros deberían destacar los sistemas de seguridad.

Con las torres de Manhattan cayeron también los más complejos adelantos tecnológicos destinados al control y la protección individual y colectiva. Cayó lo que, tras la vida, menos debe caer, que es la libertad individual y colectiva.

Si la desesperación y el fanatismo han bombardeado casi toda la confianza, es, insisto, porque algunos consiguen traicionar la instrucción más crucial que la vida da a los vivos. La de que cada uno de sus componentes, cada uno de nuestros organismos y espíritus, no sólo es único, irrepetible e insustituible, resulta además lo más valioso con lo que contamos. Si además el que desaparece por una acción asesina es un inocente absoluto, podríamos afirmar que todos somos torturados al mismo tiempo. La vida es un valor en sí misma, como todo lo que la permite, sostiene y hace que continúe.

La violencia, todas las formas de violencia, incluyendo la pena de muerte, legal pero inmoral, desconoce el principio de toda ética y convivencia social. No puedo resistir la tentación de ampliar el horizonte de esta reflexión hasta el conjunto de los procesos, paisajes, ciclos y elementos básicos que hacen de la vida el fenómeno y el espectáculo más bello, sincero y crucial del universo. De ahí que las recuperaciones urgentes y necesarias deberían inspirarse más en el amor que la vida se tiene a sí misma, verdadero motor de la evolución, que en la insostenibilidad del permanente desgaste de lo vital que es el dominio, la violencia, la codicia y la exclusividad de cualquier signo, sobre todo si es religiosa y devasta a lo humano con la inclusión de lo sobrenatural en la línea de flotación de las ideas y los sentimientos básicos.

Buena parte de la falta de ética, de la violación a los derechos fundamentales de los humanos, usa como trampolín un odio notable a la vida. Casi siempre, sólo a la de los demás. El terrorista kamikaze destruye mucho más que a ajenos e inocentes, acaba con la última posibilidad de rectificación. La que sólo estaba en su mano a través de la comprensión de lo demás y de los demás. Porque también le necesitábamos a él como interlocutor. No hay ética, por tanto, tampoco seguridad, sin diálogos encadenados con los otros.

Conviene recordar que la trama de lo vital siempre se ha basado mucho más en el entendimiento que en la exclusión.

Muy al contrario de los justificadores 'científicos' de la violencia, como única postura realista y dinamizadora de cambios y metas, lo que realmente mueve a la vida es la silenciosa armonía. Ya se percató Ortega y Gasset con esta poco conocida y menos aireada reflexión: 'Ha sido un error incalculable sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es su raíz y esencia inevitablemente altruista'. El vitalismo resulta, pues, una inmejorable escuela de tolerancia.

Porque es hora de asumir que no habría nada sin los sistemas de acuerdo que permiten enlazar desde trillones de células en un solo organismo hasta trillones de organismos en un ecosistema. Nuestra propia especie es la suma, todavía vigente, de unas 50.000 etnias diferentes, agrupadas aún en miles de lenguas, religiones, criterios y anhelos que no tienen ni deben coincidir, pero sí reconocerse como válidos y respetables los unos ante los otros. Por tanto, convivir, ser complementarios y por tolerancia y mestizaje vivificantes los unos de los otros.

Con todo sentido y legitimidad se da prioridad hoy a la lucha contra el terrorismo. Porque siega pasados, presentes y futuros. Y de lo que se trata es de no destruir el tiempo, ni el de lento aprendizaje de ayer, ni el de todas las oportunidades de mañana.

Pero poco se pretende avanzar, de momento, en la exploración de las raíces de un odio tan profundo que acaba con la esencial lealtad hacia la vida. Traición que comienza cuando se considera a los demás como territorio a conquistar, como identidad a cambiar sometiéndola por la vía de considerar lo propio superior y, claro, mejor que lo mirado. Toda educación para la tolerancia pasa por interiorizar que nadie es mejor que lo contemplado.

Cuando la diferencia, en lugar de complementaria, es convertida en justificadora de la agresión, estamos ante el verdadero enemigo, ese mal absoluto que tanta publicidad está recibiendo estos últimos días. Un formidable adversario que no está fuera: está siempre dentro. Porque todo lo inhumano es exclusivamente humano.

La descomunal tarea pendiente es inyectar vitalismo a raudales en las venas de la humanidad. Admiración, respeto, ilusión, amor por la vida. La real, la palpitante, la que han perdido tantos inocentes en tantas contiendas, tan cotidianas. Se han creado demasiados apegos a la rauda acumulación. Poder, lucro y opulencia caiga quien caiga hasta que caiga todo. Proceder sincrónico a exclusividad racial, intelectual o religiosa.

La guerra pendiente debería ser contra los narcisismos y particularismos endogámicos. Los territorios a conquistar somos nosotros mismos por esa otra actitud, por cierto, basada en una realidad científica, de que la vida, todas las personas, todas las culturas, están emparentadas, y que las diferencias entre unas y otras es uno de los más felices hallazgos de la evolución y de la historia precisamente para la conservación de la vida y de la humanidad. Nada tan seguro como asegurarle a la vida sus bases e intenciones.

Ahora, cuando tantos se avergüenzan de sus sentimientos y criterios pacifistas, es precisamente cuando más los necesitamos.

La vida es el infinito, ilimitado impulso de ser más vida, de volver a empezar incesantemente. Todas las formas de violencia se encargan, también sin pausa, de volver a terminar.

Ícaro está de nuevo volando.

Joaquín Araújo es escritor y premio Global 500 de la ONU.

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