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La historia sin final

Durante casi tres siglos, el mundo occidental ha vivido con la ilusión del progreso. Es decir, con la idea de que la historia tenía una dirección, un objetivo, una narración lineal: la historia sería como un río que, a pesar de los meandros visibles, avanza inevitablemente, inexorablemente, hacia los valores del progreso cada vez más cercanos, el bienestar, la libertad, la justicia, tal vez la felicidad. De la misma forma que la historia de la ciencia procede por acumulación y cada nueva etapa se añade a la anterior para mejorarla, el conjunto de la historia de la humanidad seguiría un guión, un sentido, que la conduciría en la dirección adecuada, positiva. Tal vez con algunos rodeos, pero al fin y al cabo con una dirección. Este guión se llamaría progreso.

Desde la caída del muro hasta los atentados de EE UU cobra sentido la pregunta que la humanidad ya tenía derecho a hacerse sobre Auschwitz y Hiroshima: ¿tiene dirección la historia?

Esta concepción lineal de la historia ha estado presente en las diversas formas de pensamiento de matriz occidental. Era clara en el marxismo: existía una dirección de la historia. No sólo un motor, la lucha de clases, sino también una meta a la que inexorablemente nos iríamos acercando. En buena parte, la arrogancia intelectual de las izquierdas ha nacido de esta confianza de tener en las propias velas el viento de la historia, de ir en la dirección correcta, de tener la razón del futuro. Pero también el pensamiento liberal ha bebido de esta confianza en el progreso, en la flecha lanzada hacia el futuro en la dirección adecuada. En un cierto sentido, cuando Fukuyama proclama el final de la historia viene a decir que el río ya ha llegado al mar, que la narración histórica se ha cumplido, que la flecha ha dado en el blanco: estamos ante el final feliz.

Ciertamente, en el pensamiento occidental también han existido pesimistas. El conservadurismo, como su nombre indica, no ha considerado que la historia avanzase siempre hacia mejor y por tanto ha intentado frenarla y conservar un pasado más deseable que el presente o que el futuro. El mismo ecologismo ha generado también un sentimiento de añoranza de los viejos buenos tiempos en los que el progreso del hombre no había dañado la naturaleza. Para estas visiones del mundo la historia también tiene dirección, pero es la dirección contraria. El guión de la historia es el progreso, pero el progreso no es necesariamente una palabra positiva.

En esta visión lineal de la historia, en esta idea de que la historia va en una determinada dirección, cuando se observa la diversidad cultural del mundo contemporáneo muchas veces se acaba considerando que la diferencia es el producto de estadios distintos de desarrollo. Los países pobres serían entonces países 'atrasados', es decir, situados en la misma flecha de la historia, pero unos metros atrás. Los países islámicos vivirían en la Edad Media, es decir, en el mismo guión de la historia, pero en una fase que nosotros habríamos superado. La diferencia en el presente sería en realidad la existencia de tiempos históricos distintos, adelantos y atrasos. Pero siempre según el guión del progreso.

Lo que pasa es que en este tránsito entre el siglo XX y el XXI que va desde la caída del muro de Berlín hasta el atentado de Manhattan tal vez tiene sentido la pregunta que la humanidad ya tenía derecho a hacerse en torno a Auschwitz y a Hiroshima: ¿tiene dirección, la historia? ¿El progreso es la ley y el guión de la historia? Probablemente no. Por decirlo de algún modo al hilo de los acontecimientos actuales, el integrismo islámico no es un fenómeno del pasado, no es un fósil medieval, sino que es una forma alternativa de entender la contemporaneidad. Por eso los pilotos suicidas pueden ser ingenieros y expertos en Internet, si se quiere. No estamos ante grados de desarrollo distintos, ante estaciones sucesivas en el tren del progreso, sino ante formas alternativas de entender el presente.

¿Significa esto que es imposible ya ser progresista, creer en el progreso? Al contrario. El mundo occidental ha proclamado unos valores, en nombre del progreso. No siempre ha actuado coherentemente en su nombre, pero como mínimo los ha proclamado. Los valores de la libertad, de la laicidad, de la democracia. Valores que, obviamente, no coinciden con lo que propine -sólo es un ejemplo, pero el ejemplo de actualidad- el integrismo islámico. Creer en el progreso es creer que estos valores son positivos y por tatnto pretenderlos universales. Pero significa también saber, a mi modo de ver, que estos valores no se impondrán inexorablemente, cumpliendo una ley y un guión de la historia, como el río que va a parar sin más opción al mar. Ser progresistas querrá decir defender estos valores ilustrados que hemos asociado al progreso, sabiendo que no acabarán generalizándose por su propio peso, que no tiene a favor el viento único de la historia, sino que tienen a favor solamente nuestro esfuerzo por defenderlos y asegurarlos. Si la historia no tiene un final, somos sólo nosotros los responsables de nuestro futuro.

Vicenç Villatoro es escritor, periodista y diputado por CiU.

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