El opio de los talibán
El régimen de Kabul ha convertido Afganistán en menos de una década en el primer productor mundial de heroína
La declaración de guerra del presidente George W. Bush contra el terrorismo internacional puede implicar también un durísimo golpe al narcotráfico mundial. El régimen talibán ha conseguido en menos de un década convertir a Afganistán en el primer productor del mundo de opio y heroína. En 1999, las 91.000 hectáreas dedicadas al cultivo de adormidera - en su mayoría, en las provincias donde los talibán ejercen un mayor control- produjeron la cifra récord de 4.600 toneladas, nada menos que el 79% de la producción mundial.
El valor de aquella cosecha, en origen, según datos de Naciones Unidas, fue de 251 millones de dólares (unos 45.000 millones de pesetas). Una cantidad en apariencia modesta pero astronómica en un país mísero y aislado como Afganistán. Y una cantidad difícil de imaginar cuando llega a los mercados negros de Occidente: de dos kilos se opio se extraen 200 gramos de heroína pura que, cortada y mezclada con otras sustancias, generan unas ganancias de 4,5 millones de dólares (más de 800 millones de pesetas) en Europa y EE UU.
Los talibán cobran impuestos del 10% y el 20% sobre su cultivo, transporte y exportación
Pero las cifras no lo dicen todo. El opio se ha convertido en el único medio de susbsistencia para millones de campesinos afganos -al no ser perecedero es al tiempo una forma de ahorro y, sobre todo, de crédito en un país sin sistema bancario- y una fuente constante de ingresos para los talibán, que cobran impuestos del 10% y del 20% sobre su cultivo, transporte y exportación.
Esa recaudación se destina a los lujos particulares de estos monjes-soldados y a la compra de armas, y ha generado, como escribió el periodista paquistaní y experto en el régimen de Kabul, Ahmed Raschid, en la revista Foreign Affaires 'una economía criminalizada que ha desestabilizado a todos los Estados de la región'. Y que financió, añadía Rachid en 1999, citando fuentes oficiales de EE UU, 'las operaciones de Osama Bin Laden'.
El cineasta francés François Margolin vivió en Afganistán cinco semanas entre mayo y junio del año pasado. Fruto de ese 'viaje a la Edad Media, a un mundo sin imágenes ni aparatos', como él dice, es su documental L´opium des taliban, que recibió una mención especial del jurado en el último Festival Internacional de Programa Audiovisuales (FIPA) de Biarritz.
Margolin tuvo la oportunidad de ver a 'niños trabajar en los laboratorios de heroína en la ciudad de Jalalabad [al este de Kabul, cerca de la frontera con Pakistán], la implicación de los mulás en el tráfico, los convoyes de droga saliendo para Pakistán, sobre todo, hacia la costa, hacia Beluchistán sin ningún control fronterizo y el hecho de que sea Kandahar, donde vive el jeque Omar, el príncipe de los creyentes para los talibán, la única ciudad con electricidad y las tiendas llenas'.
Gracias al interés de los talibán en reconciliarse con la comunidad internacional tras la bárbara destrucción de los Budas gigantes de Bamiyán y en su habilidad para manejar el doble lenguaje de los clérigos integristas, Margolin pudo rodar la extensión infinita de los campos de amapola, el mercado de opio al aire libre en la ciudad de Sangin, en la provincia de Helmand -donde se cultiva el 50% de la adormidera afgana- y a los aturdidos y tambaleantes yonquis que con agujas colgando del brazo deambulan por las calles de la ciudad paquistaní de Karachi. La población adicta a la heroína en Pakistán, según el informe Tendencias Mundiales de las Drogas Ilícitas 2001 de la ONU, era en 1999 de 2,4 millones de personas, cifra que Raschid eleva hasta los seis millones.
El director francés recuerda una anécdota significativa de su estancia en Afganistán: 'Todo el mundo me pedía todo el rato que la guardase o le ocultase el hachís'. Cuando los talibán conquistaron el poder, allá por 1996, prohibieron el cultivo del hachís, la droga tradicional de los afganos, y persiguieron su consumo, pero permitieron el opio porque como recuerda Rashid que le dijo el jefe antidroga talibán 'lo consumen los kafirs (no creyentes) de Occidente y no los afganos y musulmanes'.
Contra lo que pudiera pensarse, la cosecha de adormidera en Afganistán fue marginal durante siglos y su cultivo estuvo prohibido durante la mayor parte del siglo XX hasta 1979. En ese año, la combinación de la invasión soviética del país y su estricta prohibición en Irán por la bestia negra de Washington, el ayatola Jomeini, disparó la producción. Con la guerra contra la URSS y el apoyo norteamericano a los muyahidin -era la época en que Nancy Reagan lanzó aquella campaña mundial de 'di no a las drogas' - su crecimiento fue exponencial. Cuando a la retirada soviética en 1989 siguió el abandono de la región por EE UU y después la guerra civil, el opio se convirtió en el principal recurso financiero de la media docena de señores de la guerra que se repartían los despojos de un país en el que habían muerto más de un millón de habitantes, la mitad de los pueblos habían sido bombardeados, un tercio de las granjas abandonadas y la producción de alimentos descendido un 66%.
La victoria talibán sólo sirvió para que el cultivo del opio no dejara de aumentar año tras año. Sus ingresos les liberaban también de la tarea de alimentar a la población. La situación no se invirtió hasta el año pasado cuando el Consejo de Seguridad de la ONU impuso una serie de sanciones y una sequía feroz lograron reducir su cultivo un 10% y su producción un 28%.
El 27 de julio de 2000, el jeque Omar prohibió su cultivo. Su decisión no se debio a la presión internacional sino al temor a un rápido crecimiento de adictos entre los jóvenes afganos -la mitad de la población es menor de 18 años-al detectar un fuerte aumento del consumo de drogas inyectables. Pero como ha constatado Margolin 'la lucha contra la droga de los talibán son sólo palabras'.
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