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Quitarse el velo

Con el hundimiento de las Torres Gemelas de Nueva York y del edificio del Pentágono, fruto del mayor atentado perpetrado contra miles de ciudadanos inocentes, tal vez no comienza una nueva época como algunos dicen, pero se han derrumbado muchas cosas. Se ha desvanecido la sensación de seguridad interna en las democracias occidentales, para dar paso a una extendida sensación de incertidumbre. Se ha desplomado el símbolo de la globalización económica. Se han desmoronado las bases de la tradicional política exterior, de defensa y de seguridad de los países más poderosos de la tierra. Supone el final de las formas convencionales de afrontar conflictos armados, para dar paso a un nuevo escenario en el que el posible enemigo no sólo carece de rostro y territorio concreto, sino que, a modo de caballo de Troya postmoderno, puede encontrarse viviendo y trabajando entre nosotros y aprovechando los avances tecnológicos para ponerlos al servicio de la destrucción y la muerte de miles de personas. Ha quedado en evidencia la fragilidad y vulnerabilidad del Estado-nación para hacer frente al terror global. Se ha derrumbado, si quedaba alguna duda, la idea de fin de la historia y de triunfo definitivo de EE UU (y por extensión de Occidente) sobre el resto del mundo, tras la caída del muro de Berlín. Se han cuestionado, en fin, los fundamentos de la geopolítica norteamericana basada en la teoría del oponente de potencial comparable (Rusia y China) y la clasificación que Estados Unidos ('nación indispensable') tradicionalmente ha establecido entre 'estados dependientes' (Unión Europea), 'estados voluntarios' (otros países amigos) y 'regímenes parias' (la mayor parte de los países pobres).

Pero el brutal atentado debiera servir para abrir un amplio, serio y sosegado debate político, económico (y por este orden), social y cultural, sobre las causas profundas que de forma creciente alimentan hechos de esta gravedad y, en otra escala, el creciente malestar global. Debería servir para ayudar a quitarnos el velo. Muchos de nosotros, los que vivimos en la sociedad opulenta, también llevamos un velo simbólico que nos impide ver con claridad el lado oscuro de la globalización y las consecuencias sociales y culturales que el capitalismo sin rostro, los mercados financieros y la influencia cultural de Occidente están ocasionando en más de tres cuartas partes de la humanidad.

Pese a la euforia proclamada durante las pasadas décadas por los numerosos ideólogos del pensamiento único, las cosas no van bien. Las diferencias entre unos pocos países y el resto se agrandan. La pobreza y la exclusión social crecientes ni siquiera son ya característica exclusiva del llamado Tercer Mundo, sino que se ha instalado en el corazón de nuestras ciudades. La desesperanza, la frustración y la falta de horizontes de miles de millones de jóvenes parados en los países pobres, alejados de sus propias élites políticas, les inclina a abrazar la religión como única vía de salida, fracasadas todas las demás. Culpan al estado de su situación por las consecuencias de las políticas desreguladoras, de ajuste y de reducción de los programas sociales, siguiendo las recomendaciones, hasta ahora indiscutibles, de los organismos internacionales controlados por occidente. La influencia cultural de Occidente ha provocado que millones de personas utilicen la religión como elemento de diferenciación de una identidad que perciben amenazada, como último refugio y mecanismo de resistencia, más allá o al margen de fronteras estatales. Este proceso de construcción de identidades colectivas sobre bases religiosas, pero que adquiere su expresión política, es el hecho más significativo en sociedades tan diversas como Irán, Argelia, Marruecos, Turquía, Pakistán, la India, Afganistán, Indonesia o Malaisia.

En este contexto adquieren pleno significado las premonitorias palabras de Maalouf en un bello libro titulado Identidades asesinas: 'Cuando la modernidad lleva la marca del Otro, no es de extrañar que algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para afirmar su diferencia (...) Si en cada paso que dan en la vida chocan con una decepción, una desilusión, una humillación, ¿cómo no van a tener la personalidad magullada?, ¿cómo no van a sentir que su identidad está amenazada?, ¿cómo no van a tener la sensación de que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obedece a unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias?, ¿cómo evitar que algunos tengan la impresión de que lo han perdido todo, de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que el edificio se derrumbe, ¡oh Señor!, sobre ellos y sus enemigos?'.

El lector habrá constatado que no comparto las conocidas tesis de Huntington expuestas en su libro El choque de civilizaciones. No creo que el fundamentalismo islámico sea el gran peligro para nuestra cultura. Sobre todo, porque es un error confundir islam y fundamentalismo y entender el islam como un todo. Tampoco creo que deba enfocarse como una lucha contra el mal, porque cada uno ve la encarnación del imperio del mal, de Satán, en 'el otro', mientras que cree tener la verdad y el apoyo divino de su lado. Coincido plenamente con aquellos otros, como Gilles Kepel y Amartya Sen, que defienden el valor de la democracia como factor de desarrollo y la necesidad de coadyuvar a que el mundo islámico evolucione hacia formas de democracia.

Sin duda hay que combatir cualquier manifestación de terrorismo propiciando una amplia cooperación internacional. Pero no hay terrorismo bueno y terrorismo malo. Tampoco deberían prestarse apoyos de conveniencia a guerrillas y grupos armados en función de intereses geoestratégicos. No deberían hacerse distinciones entre dictaduras y teocracias autoritarias amigas y enemigas. Como tampoco hay terrorismo de estado o 'guerra sucia' justificable. Esas prácticas, hasta ahora habituales, y la demonización del islam nos van a enfangar cada vez más en la geopolítica de la fractura.

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Las raíces del problema no se atacan únicamente con soluciones militares, en cualquiera de sus versiones. La paz es un bien escaso y la democracia todavía más. Ahí está el siglo XX para corroborarlo. Quisiera pensar que este dramático atentado servirá para que todos contribuyamos a pensar sobre el actual estado de cosas. Sobre todo, para afianzar la idea de que la mejor forma de defender nuestra democracia y nuestro modelo social es contribuyendo a que las libertades políticas y el desarrollo sean también patrimonio de aquellos países, la mayoría, que no lo disfrutan. No veo forma más eficaz para deslegitimar y aislar socialmente expresiones de violencia y terrorismo. Espero que las Torres Gemelas se reconstruyan. También podemos reconstruir este mundo sobre cimientos diferentes y más sólidos.

Joan Romero es profesor de Geografía Política en la Universidad de Valencia.

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