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Lista cerrada, bloqueada..., y única

Josep Maria Vallès

Finalmente, PP y PSOE han llegado a un acuerdo sobre la composición de los órganos constitucionales -Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas- pendientes de renovación. ¿Es una buena noticia? No lo es para quienes aspiran a mejorar la calidad de nuestro sistema democrático. Que sean los secretarios generales de dos partidos los que determinen la composición de órganos muy importantes en nuestra arquitectura institucional y lo hagan en modo que equivale a la confección de una lista cerrada, bloqueada y única no representa ningún progreso respecto de prácticas anteriores, tantas veces criticadas.

No ganan prestigio ni autoridad los órganos así constituidos, que tanto poder acumulan. Las 'cuotas partidarias' -dejando a salvo la integridad de las personas que las integran- vuelven a exhibirse de forma cruda y sin ningún empacho. Basta leer cómo se recoge esta negociación en los medios de comunicación, en los que los candidatos aceptados se adjudican sin reparo a cada formación política.

El acuerdo entre el PP y el PSOE para renovar los cargos de los organismos constitucionales supone dejar escapar la ocasión para hacer esa renovación de forma más abierta y democrática

Algunos discuten la primacía del Parlamento para intervenir en tales nombramientos. Se equivocan. A mi entender, no puede hurtarse a la voluntad popular esta intervención. No puede dejarse en manos de intereses corporativos o gremiales, como la derecha ha reclamado con insistencia. Como si los gremios profesionales estuvieran libres de la contaminación de intereses parciales y aseguraran la total indiferencia de sus miembros a presiones sectoriales. Es, pues, el Parlamento el que debe intervenir. Y también es cierto que la representación popular está en manos de los partidos y formaciones que han conseguido la confianza de los electores. Parlamento y partidos son, por tanto, actores principales de esta decisión.

Pero, tal como se comprueba de nuevo en esta ocasión, ni la exigencia de la mayoría cualificada ni la disciplina férrea de los grupos parlamentarios facilitan la necesaria transparencia en la selección de los mejores candidatos o candidatas disponibles. La tentación del mercadeo en interés del propio partido y no de la institución se hace irresistible cuando el proceso carece de la imprescindible publicidad que corresponde a una democracia con buena salud.

¿Cabe abordar el asunto de otra manera? Hay que reconocer que no hay fórmulas perfectas. Pero sí hay margen de maniobra para mejorar los procedimientos con vistas a ganar en publicidad y transparencia. Dos requisitos podrían significar un cierto avance. En primer lugar, cada grupo parlamentario debería entrar en el registro del Congreso o del Senado un número de candidatos superior -¿el doble? ¿el triple?- al número de los puestos a proveer. A la vez, los candidatos así propuestos deberían someterse a comparecencia pública ante una comisión del órgano legislativo correspondiente.

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De este modo, la votación final se produciría sobre una listaabierta de candidatos, cuyos méritos y deméritos habrían sido previamente evaluados en comparecencia abierta.

Alguien dirá que la disciplina de voto funcionaría de nuevo mecánicamente. Es probable. Pero es previsible también que la cúpula de los partidos estuviera obligada a actuar con mayor rigor y cautela en el momento de proceder a la preselección de sus candidatos, cuyos respectivos merecimientos de todo tipo habrían de ser validados ante la opinión pública, y no sólo en la oscura mesa de negociación o en las maniobras de filtración a los medios. Por otra parte, al ampliar la relación de candidatos propuestos por cada partido, se abriría un cierto margen de decisión para los miembros de cada grupo parlamentario, condenados ahora al acto ritual de presionar al unísono el botón de sus escaños para refrendar una lista única. Salvo que quieran asumir el protagonismo involuntario e incómodo del parlamentario díscolo. Mejorar el rendimiento democrático de nuestras instituciones no es sólo un ejercicio de sonoras retóricas. Es también -y a veces muy especialmente- un constante ajuste de los mecanismos de debate y decisión sobre los asuntos públicos. En esta ocasión, el Parlamento español pierde otra vez una oportunidad para hacer dicho ajuste, como la han perdido también recientemente algunos parlamentos autonómicos. No abandonemos, sin embargo, la esperanza de que una corrección del tipo señalado -o con otra fórmula que apunte al mismo objetivo- se incorpore a una pendiente reforma de los reglamentos parlamentarios. Mientras tanto, dejemos claro que esta lista cerrada, bloqueada y única no hace un buen servicio a la credibilidad de nuestras instituciones y de sus principales actores.

Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi.

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