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Tribuna
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EE UU debe tener en cuenta los riesgos

El analista estadounidense sostiene que la declaración de guerra hecha por Bush, que recuerda al clamor de venganza del rey Lear, acarrea un riesgo enorme: empeorar las cosas y hacer que el odio antinorteamericano aumente en el mundo.

Los llamamientos a la guerra que han salido de Washington desde las catástrofes del martes -de 'guerra' contra el terrorismo, contra el mal, contra los enemigos de la civilización, y declaraciones abiertas de guerra contra quienquiera que nos haya hecho esto- responden a las exigencias psicológicas del momento; los líderes tienen que producir la impresión de que lideran. Pero se equivocan.

Sin un contenido tangible se quedarán cortos. No pueden satisfacer, son un eco del enloquecido Rey Lear [ante sus hijas]: 'Tomaré tal venganza contra vosotras dos / que todo el mundo...He de hacer tales cosas .../ las que serán aún no lo sé; pero sí que serán / el terror de la tierra'. Se arriesgan a emprender acciones que empeoren más las cosas, ataques que hieran a personas que nada tienen que ver con estos atentados, y así añadirlas a la cifra de los que odian a Estados Unidos y están dispuestos a morir con tal de hacerle daño.

La respuesta de una nación civilizada, que cree en el bien, en la sociedad humana y que se opone al mal, tiene que estar cuidadosamente calibrada y, sobre todo, ser inteligente.

Los misiles son armas contundentes. Los terroristas -estos terroristas- son lo bastante listos como para hacer que sean otros los que paguen por lo que no han hecho y sacar partido de las consecuencias.

Lo que ellos quieren es una respuesta enloquecida de Estados Unidos que haga daño a más gente todavía. Alimentará el odio que ya alumbra el fariseísmo con el que cometen actos criminales contra los inocentes. Lo que Estados Unidos necesita es considerar fríamente cómo se ha llegado a este punto. Y lo que es más, necesita prever los desastres que puedan producirse en el futuro.

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Osama Bin Laden, acusado de forma perentoria, pero verosímil, de ser responsable de los ataques, se encuentra hoy en una posición de poder debido a las políticas estadounidenses del pasado que se enfocaban a corto plazo y eran indiferentes al futuro. Estados Unidos no necesita más de lo mismo.

Bin Laden es el producto de las fuerzas revolucionarias y antiamericanas del mundo islámico que permanecen subterráneas en su mayoría, pero que existen en su propio país, Arabia Saudí. Son las mismas fuerzas que produjeron un levantamiento revolucionario y antiamericano en Irán hace 22 años.

El hecho de que la monarquía saudí sea el aliado más importante de Estados Unidos en el mundo árabe ha disfrazado para la mayoría de los estadounidenses su fragilidad. Bin Laden pertenece a una generación de miembros jóvenes de la élite dirigente y la clase media mercantil de Arabia Saudí que ha recibido educación superior -a menudo, en Estados Unidos- y que considera una gran traición el acatamiento de la monarquía a la alianza con Estados Unidos.

Ellos son fieles a la fuente de la identidad saudí, el movimiento wahabí de reforma musulmana del siglo XVIII, que mantiene que todos los cambios o añadidos al islam después del siglo III islámico (siglo IX después de Cristo) son ilegítimos y deben ser suprimidos. Esta doctrina, concebida entre austeros árabes del desierto, es la religión oficial de un Estado enormemente rico en el que las vidas privadas de muchos de sus dirigentes, si no de la mayoría, entran en flagrante contradicción con la condena wahabí del lujo y la ostentación.

Es fácil imaginar las tensiones tanto psicológicas como sociales que esto ha producido en los últimos 50 años, no sólo entre los ricos y los pobres del país, sino en la conciencia y psicología de la nueva generación, los hijos y nietos de los wahabíes del desierto.

La élite saudí ha apaciguado a esta generación alienada subvencionando movimientos radicales wahabíes en el extranjero. Arabia Saudí pagó a los muyahidines de la resistencia afgana. Subvenciona a los talibán. Pagó a los muyahidines que lucharon en Bosnia, y ahora subvenciona los movimientos wahabíes en Asia Central y en África.

La torturada componenda de Arabia Saudí entre la alianza con Estados Unidos -capital del materialismo, el lujo y la ostentación- y su profesado fundamentalismo islámico, al que están vinculadas las masas saudíes, tendrá que venirse abajo algún día, de la misma forma en que se vino abajo el régimen del Sha en Irán.

Osama Bin Laden, de 44 años, ingeniero por estudios y por profesión, es un musulmán wahabí comprometido cuya primera responsabilidad política se desarrolló al lado de la CIA en la lucha contra la invasión soviética de Afganistán en 1979. Como muchos de los muyahidines, rechazó la desmovilización cuando Rusia abandonó la guerra de Afganistán. Él tenía una nueva guerra que librar: salvar a su propio país y a su religión de Estados Unidos.

Bin Laden odia a Estados Unidos porque cree que es un enemigo del islam y que ha contaminado los Lugares Sagrados islámicos. Washington se aprovechó de la guerra del Golfo en 1991 para obtener el visto bueno saudí para crear bases estadounidenses permanentes en Arabia Saudí.

La causa de Bin Laden es una Arabia libre de soldados extranjeros, purgada de influencias 'infieles' y bajo el régimen fundamentalista wahabí.

Quiere 'destruir' Estados Unidos porque para él significa lo mismo que para los revolucionarios iraníes: una auténtica fuente de mal en el mundo de hoy.

Está claro que Estados Unidos tiene que enfrentarse a la organización terrorista de Bin Laden, pero éste es básicamente un problema de policía y espionaje.

Los intereses a largo plazo de Estados Unidos no pueden permitirse el lujo de una 'guerra' que implique el riesgo de empujar a Arabia Saudí y a otros regímenes conservadores islámicos a una alianza con movimientos radicales que ya son poderosos en Irán, Sudán y Argelia, y que tienen influencia en Egipto, Pakistán, los Balcanes, el Cáucaso, Asia Central y el África subsahariana. Pero ése es el peligro.Los llamamientos a la guerra que han salido de Washington desde las catástrofes del martes -de 'guerra' contra el terrorismo, contra el mal, contra los enemigos de la civilización, y declaraciones abiertas de guerra contra quienquiera que nos haya hecho esto- responden a las exigencias psicológicas del momento; los líderes tienen que producir la impresión de que lideran. Pero se equivocan.

Sin un contenido tangible se quedarán cortos. No pueden satisfacer, son un eco del enloquecido Rey Lear [ante sus hijas]: 'Tomaré tal venganza contra vosotras dos / que todo el mundo...He de hacer tales cosas .../ las que serán aún no lo sé; pero sí que serán / el terror de la tierra'. Se arriesgan a emprender acciones que empeoren más las cosas, ataques que hieran a personas que nada tienen que ver con estos atentados, y así añadirlas a la cifra de los que odian a Estados Unidos y están dispuestos a morir con tal de hacerle daño.

La respuesta de una nación civilizada, que cree en el bien, en la sociedad humana y que se opone al mal, tiene que estar cuidadosamente calibrada y, sobre todo, ser inteligente.

Los misiles son armas contundentes. Los terroristas -estos terroristas- son lo bastante listos como para hacer que sean otros los que paguen por lo que no han hecho y sacar partido de las consecuencias.

Lo que ellos quieren es una respuesta enloquecida de Estados Unidos que haga daño a más gente todavía. Alimentará el odio que ya alumbra el fariseísmo con el que cometen actos criminales contra los inocentes. Lo que Estados Unidos necesita es considerar fríamente cómo se ha llegado a este punto. Y lo que es más, necesita prever los desastres que puedan producirse en el futuro.

Osama Bin Laden, acusado de forma perentoria, pero verosímil, de ser responsable de los ataques, se encuentra hoy en una posición de poder debido a las políticas estadounidenses del pasado que se enfocaban a corto plazo y eran indiferentes al futuro. Estados Unidos no necesita más de lo mismo.

Bin Laden es el producto de las fuerzas revolucionarias y antiamericanas del mundo islámico que permanecen subterráneas en su mayoría, pero que existen en su propio país, Arabia Saudí. Son las mismas fuerzas que produjeron un levantamiento revolucionario y antiamericano en Irán hace 22 años.

El hecho de que la monarquía saudí sea el aliado más importante de Estados Unidos en el mundo árabe ha disfrazado para la mayoría de los estadounidenses su fragilidad. Bin Laden pertenece a una generación de miembros jóvenes de la élite dirigente y la clase media mercantil de Arabia Saudí que ha recibido educación superior -a menudo, en Estados Unidos- y que considera una gran traición el acatamiento de la monarquía a la alianza con Estados Unidos.

Ellos son fieles a la fuente de la identidad saudí, el movimiento wahabí de reforma musulmana del siglo XVIII, que mantiene que todos los cambios o añadidos al islam después del siglo III islámico (siglo IX después de Cristo) son ilegítimos y deben ser suprimidos. Esta doctrina, concebida entre austeros árabes del desierto, es la religión oficial de un Estado enormemente rico en el que las vidas privadas de muchos de sus dirigentes, si no de la mayoría, entran en flagrante contradicción con la condena wahabí del lujo y la ostentación.

Es fácil imaginar las tensiones tanto psicológicas como sociales que esto ha producido en los últimos 50 años, no sólo entre los ricos y los pobres del país, sino en la conciencia y psicología de la nueva generación, los hijos y nietos de los wahabíes del desierto.

La élite saudí ha apaciguado a esta generación alienada subvencionando movimientos radicales wahabíes en el extranjero. Arabia Saudí pagó a los muyahidines de la resistencia afgana. Subvenciona a los talibán. Pagó a los muyahidines que lucharon en Bosnia, y ahora subvenciona los movimientos wahabíes en Asia Central y en África.

La torturada componenda de Arabia Saudí entre la alianza con Estados Unidos -capital del materialismo, el lujo y la ostentación- y su profesado fundamentalismo islámico, al que están vinculadas las masas saudíes, tendrá que venirse abajo algún día, de la misma forma en que se vino abajo el régimen del Sha en Irán.

Osama Bin Laden, de 44 años, ingeniero por estudios y por profesión, es un musulmán wahabí comprometido cuya primera responsabilidad política se desarrolló al lado de la CIA en la lucha contra la invasión soviética de Afganistán en 1979. Como muchos de los muyahidines, rechazó la desmovilización cuando Rusia abandonó la guerra de Afganistán. Él tenía una nueva guerra que librar: salvar a su propio país y a su religión de Estados Unidos.

Bin Laden odia a Estados Unidos porque cree que es un enemigo del islam y que ha contaminado los Lugares Sagrados islámicos. Washington se aprovechó de la guerra del Golfo en 1991 para obtener el visto bueno saudí para crear bases estadounidenses permanentes en Arabia Saudí.

La causa de Bin Laden es una Arabia libre de soldados extranjeros, purgada de influencias 'infieles' y bajo el régimen fundamentalista wahabí.

Quiere 'destruir' Estados Unidos porque para él significa lo mismo que para los revolucionarios iraníes: una auténtica fuente de mal en el mundo de hoy.

Está claro que Estados Unidos tiene que enfrentarse a la organización terrorista de Bin Laden, pero éste es básicamente un problema de policía y espionaje.

Los intereses a largo plazo de Estados Unidos no pueden permitirse el lujo de una 'guerra' que implique el riesgo de empujar a Arabia Saudí y a otros regímenes conservadores islámicos a una alianza con movimientos radicales que ya son poderosos en Irán, Sudán y Argelia, y que tienen influencia en Egipto, Pakistán, los Balcanes, el Cáucaso, Asia Central y el África subsahariana. Pero ése es el peligro.

William Pfaff es analista político estadounidense. © 2001, Los Angeles Times Syndicate International, una división de Tribune Media Services.William Pfaff es analista político estadounidense. © 2001, Los Angeles Times Syndicate International, una división de Tribune Media Services.

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