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CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Columna
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Cómo viajar con un bacalao

Cuando García Márquez estaba escribiendo El otoño del patriarca imaginó un final en forma de atentado que no se parecía en nada a los habituales. Pensó en algo original para hacer desaparecer al dictador. Barajó las hipótesis más inverosímiles. Y por fin encontró la más impredecible de todas. Un carga de dinamita estallaría al paso del coche y el automóvil se esfumaría yendo a parar a la azotea de un mercado.

'Me quedé tranquilo imaginando esa imagen del vehículo volando por los aires', relata en Cómo se cuenta un cuento el escritor, quien por aquellos días residía en Barcelona. Tres meses después, ETA asesinaba en Madrid al almirante Carrero Blanco por el mismo procedimiento. 'No tuve más remedio que cambiar ese pasaje', cuenta Gabo. La realidad acabó estropeándole una fábula. Le había jugado una mala pasada.

Las ficciones comienzan a anticiparse apresuradamente a las realidades

Ahora ha ocurrido justamente lo contrario. La ficción se ha anticipado a la realidad. En nuestro último Contrato con el dibujante, Eguillor proponía una parodia artística de El coloso en llamas, pero con el Guggenheim como fondo. 48 horas después, el martes, su propuesta bufa se convertía en una cruel paradoja del imaginario creativo y colectivo en las Torres Gemelas, porque anteriormente Hollywood había puesto su granito de arena con el Independence Day. En adelante todo lo que ocurra estará ya imaginado, tal vez narrado, quizá dibujado o incluso filmado.

Si tras el 20 de diciembre del 73 contar un cuento comenzó a presentarse difícil hasta para García Márquez, después del 11 de septiembre fabular horrores le va a resultar casi imposible a cualquiera. Por de pronto, Schwarzenegger ha detenido el rodaje de su próxima película Daños colaterales. A partir de ahora casi todo va a ser infinitamente más complejo. Y no por el hecho de mundializar un sufrimiento, que aquí ya estaba interiorizado y socializado, sino por lo terriblemente pesado que puede resultar algo tan habitual como viajar en avión.

Una vez a bordo de un vuelo transnacional, el único temor, incluso terror razonable, hasta la fecha se encerraba en el catering. En realidad eso era lo temible. Y no el miedo a volar, a caer al mar o a aterrizar de urgencia en medio de un maizal. No conozco hasta el momento a nadie vivo que siguiendo las normas internacionales de aviación y habiendo echo un uso correcto del chaleco salvavidas siga aún aquí para contarlo. Así que en los vuelos internacionales solo debíamos tener verdadero cuidado a la hora de engullir la comida, un delicado momento en el que se podían echar a perder camisa, corbata y pantalón masacrados por los inevitables lamparones de la salsa del goulash cayendo en plena turbulencia, como bombas grasientas, sobre el vestuario.

Todo el mundo sabe que en el interior de un avión el espacio es estrecho, la mesa desplegable incómoda y minúscula, el plastificado de los cubiertos irreductible, los vasos inestables, la servilleta de papel insuficiente, los cálculos ergonómicos imposibles para tronco y extremidades, las leyes físicas enemigas y la salsa del bistec.... marrón. Si a eso le añadimos que es imposible distinguir la toallita refrescante de los saquitos de sal, pimienta y azúcar y que no hay quien encuentre sitio para colocar la taza de café al lado de la botella, cuando llega la turbulencia el drama está servido. La toalla refrescante aterriza en el café, que empuja a la botella y cae sobre la salsa, que a su vez se vierte sobre la camisa y el pantalón, donde ya están los cubiertos, el pastel borracho con merengue compacto, los restos de pan con guisantes y los trozos redondos de zanahoria.

'Eso te pasa por volar vestido de bilbainito', dice el dibujante. 'Para hacer frente a estos peligros hay que ataviarse en plan grunge'. Tras 'el fatídico día' no existe torpe aliño indumentario, ni traje de camuflaje que te redima, le advierto. Y si tu aspecto es de muyahidin entonces ya no te salva ni Dios. Me consta que ante la nueva situación ya se han producido las primeras renuncias voluntarias. '¿Dónde voy yo con este aspecto de moro?', se lamentaba resignado y dispuesto a cancelar todos sus proyectos de vuelos internacionales en los próximos diez años, el también dibujante José Ibarrola.

Prejuicios éticos, estéticos y paranoicos al margen, mi única preocupación consiste hoy en cómo viajar con un bacalao sin levantar sospechas. Lo hice en cierta ocasión por encargo y amistad de unos baserritarras de Meñakabarrena que tenían un hermano misionero pasionista en Bogotá. Habían puesto en mí todas sus esperanzas de hacer llegar al cura de la familia dos botellas de txakoli y dos piezas de bacalao salado espectacularmente envueltas en papel de estraza.

Abrumado por la responsabilidad, cargué con aquellos dos objetos cortantes y el bacalao de Islandia por aeropuertos, terminales y países de medio mundo. Un asfixiante sentido de lealtad me impedía fallar a aquella gente. De manera que durante el largo periplo, ni por un momento osé en deshacerme de aquel pestilente regalo. Intenté camuflar, sin demasiado éxito, el bacalao en una bolsa de la duty free para evitar un sentimiento social de rechazo, pero entre el resto de viajeros no se registró el más leve signo de solidaridad hacia mi persona. Todo el mundo recelaba del paquete y no hubo sensación general de alivio hasta que tomamos tierra . Ni el mismísimo Ulises hubiese sido capaz de semejante odisea transoceánica.

Hace unos años todo misionero vasco tenía derecho a disfrutar de un mini-menú de sidrería, mientras reconfortaba los atormentados espíritus de sus desgraciados feligreses, siempre y cuando se confiase la valija a alguien serio y responsable. En estos convulsos tiempos no hay bacalao que resista un asalto del detector de cuerpos extraños. Se lo he dicho al dibujante,: 'Después de lo del 11 de septiembre yo no me la juego, ni por un bacalao'. Sus últimas palabras todavía me remuerden la conciencia: '¿Qué culpa tiene el pil-pil en todo esto?'

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