Septiembre para el gobierno
Pasé por Altamira este verano. Inauguraban la que llaman neocueva. Pero lo mejor no está allá; está en la cueva original, claro. Y, en cierto modo, también en el museo de la entrada que ilustra la historia del hombre primitivo. Vídeos, mapas, croquis, objetos, permiten saber, casi físicamente, lo que fuimos. Tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, estremece comprobar lo que hemos llegado a ser: una sociedad con un increíble desarrollo tecnológico -también para matar-, inmensas concentraciones humanas, una red infinita de conexiones culturales, comerciales, institucionales, y grandes bolsas de injusticia que producen odios y pasiones desaforadas. (Lo vemos cada día en Palestina.) Somos un mundo tremendamente sofisticado. Y, por ello mismo, espantosamente vulnerable: pequeñas modificaciones en él pueden producir el caos, generar miedos atroces, inseguridad o miseria (la económica o esa otra que llaman 'miseria humana'). Un mundo al que pequeños grupos enloquecidos, francotiradores ilocalizables, inversores sin escrúpulos, fanáticos asesinos, imposibles de reducir todos ellos, pueden conducir a la infernal confusión.
Son pocas las defensas frente a esto. Algunas de orden técnico se pondrán en marcha sin duda. Pero, lo principal en todo ello es que no se rompa el hilo que da continuidad a cierta cultura humanista: igualdad, libertad y fraternidad, y todo eso. Y también valores como el de la responsabilidad de quienes mandan, cierta sensatez en el manejo de las instituciones o de las conciencias. No hablo de errores sino de actos frívolos, irresponsables, hechos sin pararse a pensar en las consecuencias. La gobernación en democracia se asienta en la confianza de la ciudadanía. Defraudarla provoca el desapego de ésta hacia esa forma de gobierno. Y de ahí al caos, a los miedos atroces, a la inseguridad y a la miseria hay un paso. Es un avión lanzado -permítaseme- contra la línea de flotación de la democracia.
Pero no diré cosas vagas que puedan suscribirse aquí y en el Tíbet, no eludiré la responsabilidad de referirme a lo nuestro. Si menciono la matanza de Nueva York es porque, siendo signo de lo quebradizo de nuestro tiempo, nos toca a nosotros más directamente si cabe. Por decirlo rápido, hay entre nosotros quien participa de la mentalidad de los pilotos genocidas. Hay quien pone negro sobre blanco, y lo publica, que 'su felicidad [refiriéndose a los palestinos que celebraron la matanza] es la mía' (Gara, 12.09.01). Ellos están bajo el fuego, y se entiende. Pero hay que estar enfermo para escribirlo fríamente ante el ordenador. Ése es el país que tenemos, parte de ese mundo complejo y vulnerable.
Y a ese país y no a otro va a gobernar el Ejecutivo de Ibarretxe. Pues bien, sus propuestas hechas al Parlamento desconciertan. Entre los observadores críticos vienen desarrollándose dos actitudes. La optimista y la pesimista. Los optimistas se felicitan de su nueva actitud (cierta) frente a los violentos y creen que sus planteamientos soberanistas no son sino órdagos para mejorar su posición negociadora y aumentar la autonomía. Otros, los pesimistas, creen que no hay, en el fondo, sino puro continuismo y se avanza hacia el soberanismo franco.
Pero ignoramos realmente cuáles son las intenciones últimas de Ibarretxe. Y, a mi modo de ver, eso es precisamente lo inquietante de la situación. Sean cuales fueren aquéllas, iniciar una andadura real o ficticia hacia el independencia (¿con armada y fronteras?, resulta cómico) con el apoyo de sólo un 30% de la población según encuestas, es un disparate. Especialmente, porque otros tantos en el país considerarían algo así como una agresión a su propia condición de españoles. Cuestión de entrañas, siempre. Y, cuidado, no se pone en marcha un proceso así impunemente. No en un país en el que se mata por ello según el espíritu al antes aludía. Jugar con esto presentándolo con ambigüedades ante el electorado es -eso creo- un grave gesto de irresponsabilidad. Y si las irresponsabilidades son siempre malas, hoy y aquí resultan gravísimas.
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