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Columna
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Eje Milán-Nerja

Fui a Málaga, al cine, a ver Los Otros, de Amenábar y Kidman (Kidman ocupa nueve de cada diez fotogramas), y la película al principio me pareció risible, porque simulaba ser una crítica de la religiosidad maniática (una crítica fuera de tiempo, muy pasada, y filmada en un color de bruma y membrillo oxidado). Al final, Los otros me pareció una obra digna de admiración. Contaré en voz baja que, en mitad de la película, se presenta Amenábar muerto. Amenábar se vistió de muerto para rodar una ingeniosa película sobre la vida después de la muerte: sobre la eternidad (que seguramente será larga, inaguantable), sin necesidad de dioses que la concedan o la avalen. Salí, divertido (el ingenio divierte), de los América Multicines y me fui al centro comercial, a poco más de cien pasos.

Un teléfono móvil nos avisó a las siete de la tarde del asesinato masivo en Manhattan. La voz era llorosa y no parecía estar de broma, pero decía cosas infernales e increíbles. El ambiente en el centro comercial era normal: yo no había oído ni un comentario sobre el crimen, y el público, joven, deportivo, de gestos amplios y enérgicos, pasaba riendo entre las tiendas, bajo las carteleras de las 13 películas que se proyectan en los cines del centro comercial. Descubrí en un café, a diez metros, un televisor encendido y solitario, sin interés, y me acerqué. Vi las torres humeantes en un halo de brillo verdoso, extraterrestre, y preferí pensar que la llamada telefónica exageraba, que no habían caído las torres (habían caído hacía más de tres horas), que el asunto no sería tan grave como me habían contado.

Y, a pesar de que todavía me engañaba mi deseo de que no fuera tanta la atrocidad, pensé inmediatamente que aquello podía ser el principio de una guerra. Estaba tan impresionado que, cuando oí un rugido metálico de máquinas en movimiento, se me contagió el estremecimiento del suelo, aunque sólo se trataba de una hilera vibrante de carros de supermercado vacíos, empujados hacia no sé donde. La indiferencia en el centro comercial era absoluta: risas y paseo y felicidad. Nadie miraba el televisor solitario donde ardía Nueva York, pero de las 13 películas anunciadas en los multicines, cinco tenían el título en inglés y todas menos una eran estadounidenses. Tanta indiferencia me aparece ahora kafkiana. Digo kafkiana, pero no pienso en seres humanos convertidos en cucarachas, sino en cuando el gran Kafka anotó en su diario el 2 de agosto de 1914, un mes después del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando: 'Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, clase de natación'.

Nuestra clase de natación fue el centro comercial. Lo que ha venido después era previsible: movilización de Estados Unidos, de la OTAN y de la Unión Europea. Pero es mejor no pensar en lo que puede venir después del después. Me llama un amigo de Milán y me cuenta que el martes por la noche, en el bar al que suele ir, el barman maldecía a los marroquíes (precisamente los marroquíes: en Milán) y exigía que fueran barridos aprovechando la masacre americana. A mí me habían hecho en un bar de Nerja el mismo comentario, ampliado: los marroquíes y todos los moros. (En Milán la película de Amenábar se llama The Others.)

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