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Columna
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Sesión continua

Contrariamente a mis costumbres, voy a comer a casa al mediodía y me encuentro con el sobresalto de todos los telediarios. Son las 15.15. La tele muestra la estampa impávida de un edificio perforado en las alturas. Un enorme boquete asoma a 300, quizás 350 metros del suelo. No resulta fácil imaginar las terribles escenas que deben de producirse en su interior. Los cronistas especulan con la posibilidad de un accidente aéreo. Entonces, como salido del infierno, de un lateral e impreciso infierno, aparece en la pantalla un nuevo avión. La nave se estrella contra la segunda torre neoyorquina, en medio de una explosión de fuego.

Todo esto es demasiado para una liviana digestión de día laborable. Siento que voy a quedar atrapado por la pantalla. Las noticias son confusas, a veces contradictorias, pero en el mundo de la comunicación se sabe que los momentos de desconcierto son el prolegómeno de circunstancias terribles, absolutamente extraordinarias.

Las noticias se suceden a velocidad de vértigo, en lucha unas con otras por señalar la mayor monstruosidad. Han sido ataques suicidas cometidos desde aviones comerciales llenos de civiles secuestrados. Un tercer avión se estrella en Washington, sobre el Pentágono. Nuevas y turbadoras imágenes. Del primer impacto no hubo constancia gráfica, pero del segundo sí. Una torre ardiendo y las cámaras están allí. Un segundo avión se precipita y las cámaras están allí. El Pentágono atacado y las cámaras allí. Cae una torre. Cae la segunda torre. Las cámaras siempre están allí.

El guión de la película se extiende con nuevos hilos narrativos. Son intrigas secundarias que desarrollan un argumento pavoroso. Nadie sabe cuántos aviones incontrolados quedan en el aire. Se rumorea un nuevo impacto contra el Capitolio. Se habla de otro impacto en la veraniega residencia presidencial. Los cronistas mencionan un avión sospechoso al que persiguen cazas norteamericanos. El guión de la película alcanza extremos planetarios. Las bolsas se desploman. Se cierran los edificios federales. Los gobiernos reúnen gabinetes de crisis. Cientos de gabinetes de crisis trabajando (o esperando) a lo largo y ancho del planeta.

No me puedo mover del sillón, pero sospecho que a media humanidad le pasa lo mismo (Parte de la otra media, en realidad, está padeciendo los efectos del ataque). Los telediarios no concluyen a su hora habitual. Se extienden a lo largo de la tarde. El guión sigue proporcionando clímax parciales, giros narrativos, secuencias verdaderamente dramáticas: cae un avión en Pensilvania, vagan por las calles personas ensangrentadas que emergen de la polvareda. Políticos expresan su condolencia pero también asoman turbadoras imágenes de palestinos (y de niños ridículos) celebrando el asesinato multitudinario.

Aznar, desde Estonia (a Aznar los actos terroristas, internos o externos, siempre le pillan en Estonia, en Tombuctú o en las Islas Kuriles) se une a la aflicción general, pero complementa la reflexión con algunos matices para consumo interno. Todo tiene un aire de best seller, de película con gran presupuesto, de audaces efectos especiales. La tele está ahí para contarlo todo.

Salgo a la calle a las 18.30. Los bares están atestados de gente anclada a los televisores. Se comentan detalles. Se utilizan adjetivos cortos, convencionales. El guión es terriblemente ambicioso. Supera todas las expectativas. En las aceras, pero también en los platós, se alude repetidamente a películas de cine (El coloso en llamas, Terremoto), a efectos especiales, a novelas de espionaje internacional. Se ven figuritas agitando trapos desde las ventanas. A veces caen algunas al vacío. Las cámaras las siguen hasta el final.

La calle es un gran cine, pero al volver a casa la película aún no ha terminado. Las cámaras están allí y nosotros estamos aquí, para contemplarlo todo, para no perder detalle. Las alusiones al cine, a las películas de grandes presupuestos, se hacen obsesivas, casi impudorosas.

Recuerdo que en un bar he escuchado una frase terrible, que incluía un perverso adjetivo: 'Entretenido'. No éramos personas, éramos espectadores. Espectadores un poco sucios. Vaya película. Nadie se levantó de su butaca.

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