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Columna
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¿Los norteamericanos malditos?

El país norteamericano había escenificado decenas de veces esta tragedia atroz. Desde el fondo del sueño americano hay un paraíso de un lado y un Dios justiciero de otro. Hay, de una parte, una tierra excepcional, una suerte de territorio salvífico, y de otra, la amenaza de los peores espíritus diabólicos contra la realización de la promesa divina.

Ahora se ha realizado, increíblemente, lo que todos los filmes, los libros y los telefilmes, los relatos de ficción en general han tratado de conjurar adelantando la realización de esta pesadilla. El mundo no alcanza a creer en la magnitud de este espanto, pero en el fondo de la felicidad norteamericana ha anidado siempre, como un inseparable veneno, esta fatalidad. Estados Unidos se ha presentado ante los mismos norteamericanos como la configuración del mejor de los mundos y ahora contemplan cómo su réplica se ha transfigurado en el infierno de lo peor. Los terroristas que han cometido este acto criminal han acertado en el centro de la conciencia sin cesar temblorosa del ciudadano medio.

El Gran Miedo se corresponde en Estados Unidos con el imborrable fantasma de su Gran Depresión, con el patológico horror a la muerte y con la exposición geopolítica y cultural demasiado evidente ante el resto del planeta.

Desde el suelo nacionalista norteamericano el mundo se observa como un entorno que, en su ideal, desearía ser como Estados Unidos pero que a la vez odia a Estados Unidos.

El escudo antimisiles que promueve Bush es una manifestación hasta la actualidad del miedo al ataque exterior en el que ha vivido Estados Unidos desde el comienzo de su historia. Estados Unidos se segregó de los demás y quiso hacerse a su imagen disgregándose de países y culturas que habían perseguido política o religiosamente a sus fundadores.

Todo esto, sin embargo, parecería literatura, parte de una leyenda, si no se hubiera producido el gran desastre todavía inverosímil. Algo que no puede ahora ni compararse se desató con el atentado en Oklahoma City. Entonces no pocos norteamericanos creyeron en una maldición de Dios y rezaron como si la solución fuera aliviar la furia divina. ¿Se sentirán ahora los norteamericanos culpables de algo? Habrá diferentes interpretaciones de lo sucedido y puede adelantarse que ante el trauma gigantesco cundirán las visiones metafísicas, las exégesis esotéricas, la idea de que este desproporcionado mal proviene del más allá. Para los norteamericanos, el miedo a ser castigados por cualquier responsabilidad, el miedo a ser asaltados por extraterrestres, el pánico a verse infectados por determinada radiación exterior forma parte de su cotidianidad repetida en todos los medios. Lo que ha sobrevenido es sin duda superior a todas las posibles predicciones y sólo el cine de terror lo ha revelado en imágenes para pasar una tarde de ocio. Ahora, sin embargo, ese terror se ha instalado en el centro de la vida y desde el centro más heráldico de la nación.

Ahora los norteamericanos no vivirán ya nunca más creyendo que pueden conjurar el riesgo con la autonarración del pavor, la amenaza con el último armamento, la máxima calamidad con la fervorosa oración. Hoy por hoy se han de sentir malditos, condenados. Contradictoriamente malditos y masacrados los elegidos por Dios para desarrollar en este mundo el reino de los cielos. ¿Cómo asimilar esa catástrofe física y moral? ¿Cómo absorber en la historia este desastre de su historia? Ni siquiera una represalia proporcionada o más que proporcionada podría devolver a los norteamericanos la fe en sí mismos. Los norteamericanos, hoy por hoy, tienen perdida la fe en lo mejor. La fe en su seguridad, en su bienestar, en su fuerza. Porque ¿quien garantizará en lo sucesivo la paz o la integridad? ¿Qué podrá detener la acción suicida de miles de terroristas pululando en cualquier parte y acaso dispuestos a continuar deshaciendo la vida civil norteamericana?

Si hubiera que situar el horror máximo del mundo ya no se elegiría un país cualquiera. Los países del Tercer Mundo viven en un continuado horror y en ningún otro escenario del planeta se multiplica tanto la espectacularidad como en Estados Unidos. El mundo asiste en esta macabra hecatombe a lo que sólo podía haber imaginado como un imposible de la ciencia-ficción. Pero ahora la ficción se ha convertido en realidad y precisamente la parte más maldita de las ficciones se ha hecho muerte en el punto simbólico (económico, político, militar) más fuerte de nuestra civilización occidental.

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