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Columna
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¿Qué 'otros'?

En la película de Amenábar que acaba de estrenarse, el personaje que representa Nicole Kidman se encuentra prisionero de dos obsesiones: la de evitar mediante gruesos cortinajes que entre por las ventanas el menor rayo de luz, que mataría a sus hijos aquejados de una grave fotofobia, y la presencia indeseada, pero cada vez más insoslayable, de algo o alguien de otro mundo que, fatalmente, acabará por descorrer esas cortinas. Como finalmente se demuestra, la mujer tenía motivos sobrados para sentir el miedo que sentía.

Parece que esta relación con los espíritus ha interesado en los Estados Unidos hasta el punto de producir la película. Sin embargo, algo tiene que ver con nosotros esa convivencia forzada con otros a los que ni vemos ni tampoco quisiéramos llegar a ver; con el debate sobre el reconocimiento recíproco entre gentes que hasta se niegan la existencia como seres de este mundo. Algunos, a quienes el filme les parecerá surrealista o exagerado, se consideran propietarios de la casa del padre y la defienden a ultranza de los intrusos. La misma casa y la misma obsesión a correr cortinas. Aunque las cosas eran bien distintas hace algunos años.

Aunque nos esforcemos en correr las cortinas, no podremos evitar que otros la descorran

Quizás porque yo nací en un país libre, España me parecía entonces como esa casa oscurecida de Amenábar. Pero con la diferencia crucial de que sus habitantes -o al menos los más jóvenes, como mis amigos y yo misma- ansiábamos descorrer sus cortinas y abrir las ventanas de par en par para dejar entrar la luz y poder relacionarnos con todo lo exterior. Nos sentíamos prisioneros y nos parecía que quienes aceptaban la situación vivían adormecidos y postrados. De ahí que utilizásemos términos como 'despertar', 'tomar conciencia' o 'ponerse en pie' para expresar nuestras mejores aspiraciones. Necesitábamos tomar contacto con los otros, con el mundo que quedaba al otro lado. Pero había que ver sin que te vieran. Por eso me impresionaba contemplar a mis familiares bajar el volumen de la radio y guardar silencio para escuchar cada noche emisoras prohibidas.

Donde esa situación se vivía al extremo era en la cárcel, según me contaron. Allí, no sólo las emisoras estaban prohibidas, sino las radios mismas. Había que dedicar muchos esfuerzos a conseguir un pequeño transistor y a mantenerlo escondido hasta la noche. Entonces, a las once en punto, uno pegaba el transistor a su oído por debajo de las mantas y volaba hasta el cielo de París, al encuentro de Adelita del Campo y Julián Antonio Ramírez, que le estaban esperando. En una ocasión, un amigo mío se pegó un susto tremendo al creerse descubierto mientras escuchaba las novedades de la enfermedad del dictador, porque empezó a oír las mismas voces por su otro oído. Hasta que se dio cuenta de que el sonido intruso penetraba por la ventana enrejada de su celda desde el transistor del guardia civil de la garita. Mi amigo en ese instante comprendió que las cosas iban a cambiar en serio, pues la cortina que separaba los dos mundos estaba empezando a rasgarse.

Hoy la situación ha cambiado hasta el punto de invertirse. Ya no hay fuentes prohibidas y la información entra a raudales a través de las ventanas de la casa. Algunos se enteran de lo que no quisieran enterarse. Les gustaría correr las cortinas para proteger la casa del padre de bombardeos de 'brunetes mediáticas'. Por eso diseñaron su propia televisión como una cortina decorada con tranquilizadores paisajes. ¿Quién de ellos buscaría hoy una radio de onda corta para escuchar lo que dicen de nosotros por ahí fuera? Si ya saben lo que dicen, y no les gusta.

La película Los otros nos recuerda que, por mucho que nos esforcemos en correr las cortinas, no podremos evitar que otros las descorran. Desarrollando una ceguera selectiva, la oscuridad de la casa se completa con la oscuridad de las conciencias. Aunque ven, es como si no vieran. ¿Los otros? ¿Qué otros? Sólo son exageraciones. Eso es la ceguera moral: la pérdida deliberada de la conciencia. Hemos recorrido un largo camino desde aquellos tiempos en que nos asomábamos al exterior. Tanto que ya ni nos reconocen ni les reconocemos. Nos hemos convertido en intrusos de nuestra propia casa. Dice un personaje de Amenábar: 'Tendremos que aprender a convivir los muertos y los vivos'. Pero, ¿en cuál de esas categorías nos encontramos? Si vas a ver esta película, igual a la salida llegas a hacerte esa pregunta.

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