Las autoridades temen miles de muertos y los hospitales suplican el envío de sangre
El caos invade las calles de Nueva York tras el ataque a las Torres Gemelas
Gritos, carreras, aglomeraciones, llanto, pánico, en los alrededores de las Torres Gemelas de Nueva York. Fueron segundos de terror cuando al alzar la vista vieron que un avión se incrustaba en uno de los edificios. A los pocos minutos, un segundo avión impactó contra la otra torre. Los edificios más altos de la ciudad se desplomaron tras sucesivas explosiones e incendios y una gigantesca nube de humo cubrió la urbe. El balance de muertos y heridos tardará en conocerse, pero en palabras del alcalde de Nueva York, Rudolph Guiliani, 'habrá más muertos de los que podemos resistir'.
Todavía no hay cifras oficiales del número de personas que podrían haber muerto sepultadas bajo los escombros, a bordo de los aviones estrellados, o abrasados por las llamas. Según el alcalde de Nueva York, antes de 24 horas no habrá cifras definitivas, pero sólo en los aviones secuestrados que colisionaron contra las Torres Gemelas de Nueva York y Pennsylvania, así como a bordo del aparato que podría haber colisionado contra el Pentágono, un total de 266 personas podrían haber perdido la vida. Las autoridades temen que, al final, las víctimas sumen miles. No obstante, anoche los primeros recuentos de heridos adenlantaban la magnitud del drama: 2.100.
Mientras tanto, los hospitalesse abarrotaban de heridos que van llegando poco a poco tras sortear el caos circulatorio que se formaba en la ciudad. 'Estamos en guerra. Esto es un caos', afirmaba el doctor Jones, encargado del centro de donación de sangre de Nueva York. Los hospitales empapelaron ayer las calles con improvisados carteles pintados a mano pidiendo sangre y órganos para los hospitales.
'Hay cientos de personas quemadas de pies a cabeza', declaró a la agencia Reuters el doctor Steven Stern, del hospital de Greenwich Village de Manhattan, al que a medio día ya habían acudido 150 heridos. En el hospital, decenas de médicos y enfermeras esperaban la llegada de los heridos. Los primeros llegaron a partir de las diez de la mañana según el equipo médico. 'La mayoría de los pacientes presentan quemaduras de segundo grado', informó el doctor Gary Fishman del hospital de San Vicente.
La televisión ofreció la primera imagen de la tragedia. Un humo negro señalaba a uno de estos edificios como el origen de la pesadilla, en el extremo sur de la isla de Manhattan, frente a la Estatua de la Libertad, en el corazón financiero de EE UU. A tan sólo 18 minutos de la primera explosión un segundo avión ahondaba la tragedia. Las televisiones captaron el momento en el que la aeronave se incrustase como una daga varias plantas de la segunda torre. Ambos edificios se envolvieron en llamas. Poco después, el fuego y la onda explosiva hacía tambalerase a ambos edificios y desplomarse en segundos.
El corazón de Nueva York comenzó a poblarse de ciudadanos que corrían despavoridos de un lado a otro cruzando calles, avenidas e incluso autopistas en busca de un lugar seguro. El ruido en la ciudad se hizo más intenso, las sirenas de los vehículos de emergencia sonaban de forma estruendosa y, para impedir que las calles quedasen colapsadas, las autoridades sólo permitieron la circulación de bomberos, policías y équipos sanitarios.
A través de los medios de comunicación, las autoridades del país pusieron en alerta máxima a los bomberos para que se presentaran de inmediato en los puestos de mando. Se decretó también el cierre de túneles, puentes, aeropuertos, líneas de metro.
El presidente George Bush se encontraba en Florida cuando el país que gobierna estaba viviendo la mayor tragedia desde Pearl Harbor. El Air Force One era el único avión autorizado a sobrevolar el espacio aéreo americano y regresaba a Washington, aunque la Casa Blanca, al igual que el Departamento del Tesoro y otros centros oficiales de la capital estadounidense habían sido evacuados.
La noticia del hundimiento de las torres fulminó el ánimo de los que todavía no estaban alarmados. Por la calle y en las caravanas de coches los neoyorkinos se sujetaba la frente, bajaban la mirada no dando crédito a lo que escuchaban y veían. En cada lugar por donde se transitase había radios o televisores informando sobre la catástrofe.
El terror ya estaba dentro de todos. Símbolo tras símbolo de su civilización caía delante de sus ojos. La solidaridad se hizo patente de inmediato, los habitantes de Manhattan ofrecieron albergue a los que viven en las afueras.
Las urgencias de los hospitales se fueron llenando de personas afectadas por las explosiones; las autoridades sanitarias impidieron el acceso a todos aquellos enfermos no graves que no estuviera relacionados con la tragedia, para evitar los colapsos en las proximidades de los centros médicos.
A la tragedia de los muertos y heridos se unió el pánico de los ciudadanos que comenzaron a acumular grandes cantidades de alimentos. Los víveres desaparecían de las estanterías de los supermercados.
La ciudad de Nueva York está oficialmente en alerta roja por terrorismo. La habitual frialdad del alcalde, Rudolf Giuliani, se evaporaba y era incapaz de esconder en su rostro la tragedia que están viviendo los habitantes de la ciudad.
En las escuelas los niños esperaban hasta que una persona autorizada fuera a recogerlos. En esta ocasión no eran los niños los que lloraban en las imediaciones de los colegios, sino los padres cuando estrechaban a los pequeños entre sus brazos.
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