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Columna
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Cosa de 'mente'

Antes de dar comienzo la temporada de exposiciones de arte en museos y galerías, concertamos la visita a los estudios de dos artistas. Uno en Álava y otro en Vizcaya. Al de Vitoria, Gustavo Adolfo Almarcha, por estos días una galería de Bélgica, interesada por sus trabajos, le había pedido que seleccionara lo mejor de su obra para poder examinarla debidamente. Coincidía ese momento con la visita a su estudio.

Almarcha fue mostrando en silencio su periplo vital plástico. Partió desde lo pintado últimamente para ir hacia un pasado lejano. Luego, el recorrido fue inverso. Ese doble viaje abarcaba una veintena de años, más o menos.

Lo pintado en esas dos décadas es reflejo de un mundo marcadamente expresionista, con pespuntes de un atrabiliarismo siniestroide. Pintura cargada, por lo general, de gruesos empastes. Son patentes los períodos donde la ausencia de color se impone a todo lo demás. En otros instantes, domina la exultación aguerrida del color. Mas siempre aparecen las pinceladas con sus morbíficos rasgos inoculantes contra la apacible tersura granulada de la tela...

Sobre las deficiencias aparecientes en algunos pasajes de sus cuadros, se alza la fuerza expresiva impostada en la mayoría de las obras, anulando las posibles impericias, para imponer la ley del todo. Son los trazos compulsivos, de sumo carácter, lo que permanece por encima de los defectos.

Determinadas obras de distintas épocas pueden encajar perfectamente en los gustos de los más exigentes coleccionistas. Tomamos el ejemplo de una de ellas inscrita dentro de lo siniestro y truculento. Se trata de dos figuras de carnes exteriores-interiores infectas, purulentas, que meten sus absurdos dedos en los ojos del contrario. Con toda probabilidad, esa y otras semejantes se han gestado pensando en Francis Bacon...

También el medio centenar de tintas a color sobre papel -obras de tamaño pequeño-, se dejan guiar por la evocación de Francis Bacon

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En las últimas obras Almarcha se dedica a pintar grandes rostros. Son enormes caretos. De otros y de él mismo -un autorretrato con un martillo incrustado en las sangrantes sienes-, donde las insolentes e inverecundas gesticulaciones o las miradas fijas expresan perplejidades indefinibles. Esos rostros se presentan por partida doble. Son exactos, no separables. Preguntado por qué esa duplicidad, el artista dice que no saber la razón.

Mientras nos dirigíamos al estudio del otro artista, Fernando Egidazu, en Laukariz, recorrí las distintas etapas por las que había pasado Almarcha. Muchas veces los cambios surgen cuando se han agotado todas posibilidades de una etapa. Pero también es verdad que en ocasiones siempre quedan cosas sin resolver o mal resueltas. Y lo que se hace es no seguir por ahí, para no volver a encontrarse con aquellos escollos. ¿Sobre cuál de estas dos opciones se han gestado las distintas etapas saltantes de Almarcha? Eso nos gustaría haber dilucidado con él.

El interés por la obra de Fernando Egidazu viene de antiguo. Durante muchos años hemos visitado su estudio y seguido con interés sus experiencias plásticas. Pero nada tan sorprendente como los resultados de sus trabajos fabricados con ordenador en el decurso de un año a esta parte. Sobre la imagen de la obra aparecida en la pantalla, un punzón informático - llamado así, porque desconocemos su nombre técnico-, va dirigiendo la ejecución del cuadro. Utiliza la máquina fotográfica, conectada al ordenador, como una parte del proceso creativo. Cuando la obra se da por concluida, una impresora traslada las imágenes sobre los lienzos a grandes dimensiones. Luego, el artista introduce nuevas ideas, que ejecuta con pintura al óleo. La máquina trabaja y el hombre piensa. Lo dijo Leonardo da Vinci: 'El arte es una cosa mental'.

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