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Columna
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De la libertad

Del primer hombre la desobediencia, y, con ella, la pérdida del Edén, dice John Milton, poeta puritano del XVII inglés, tal vez el más culto de los poetas aunque fuera Shakespeare el preferido por las musas y las gentes. Del hombre, la desobediencia, dice, y, por ello, su expulsión del paraíso. Lo recoge, claro está, de la Biblia (el árbol prohibido y todo aquello). Desobediencia y castigo. Del Adán angelical al Adán humano. Ese es el origen de la condición humana, la que recoge la tradición.

Sea como fuere, crimen con castigo o sin él (me inclino a creer que sí, que sí que fuimos castigados por ello), más allá del relato, con el primer hombre, con Adán, comenzó la desobediencia en el ser humano. Ésa es nuestra condición: desobedecer. No hacer caso, hacer como que no se oye, como que no se ve bien, evitar las órdenes, buscar más allá, esquivar la mirada de Dios, su vigilancia, la del padre, la del Gran Hermano o la de Satán; desperezarse y caminar sin rumbo, procurar la libertad, ésa es la condición del hombre, su primer impulso. Y vale siempre, vale en toda condición.

Vale, por descontado, para quien, por encima de todo, se siente individuo, ser único. Pero vale también para quien crece en comunidad, para quien se siente parte de un organismo superior, más perfecto. También ése desoye, desatiende, hace como que está ausente y se escapa, aunque sea a ratos, cuando puede. O para el sumiso. También éste busca su espacio interno para la desobediencia. El hombre, desde siempre, ansía la libertad.

Hay quien cree justamente lo contrario. Que el hombre es por naturaleza acomodaticio, dócil, que cambia siempre libertad por bienestar, que se conforma con la sopa boba. No lo creo. Hasta quienes sostienen esto, lo hacen pensando en los demás. Ellos no, ellos sí se sienten y son libres. Los otros son los dóciles. Naturalmente, no es cosa de ponerse estupendos y no ver lo obvio. Cabe el adoctrinamiento, feroz muchas veces, y el control férreo. Entonces, no. Entonces se teme la libertad, se la odia, se prescinde de ella. O se elige a golpe de consigna (Coca Cola o escritor de moda). Pero, incluso entonces, hay quien elige precisamente contra lo dispuesto. Todos lo hemos experimentado. El hombre ansía, pues, la libertad.

Luego, hay culturas libertarias (las humanistas) y liberticidas, que fomentan el hombre completo o que lo deshumanizan. Pero eso es la cultura, un producto humano para la libertad (otra vez) o para el dominio y el poder (también humanos, claro, fieramente humanos, diría el poeta).

Por eso la propuesta pretendidamente soberanista y libertaria del lehendakari Ibarretxe da miedo a tantos que se sienten libres. Y precisamente por eso, por sentirse libres. Ni vasquistas ni antivasquistas (los hay de todo, claro); no, simplemente libres. Qué paradoja, pensarán quienes sustentan la propuesta de Ibarretxe, cuando se hace precisamente en nombre de una mayor libertad (y lo creen sinceramente). Y, sin embargo, va en el sentido de su restricción.

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En primer lugar, lo que siempre se dice, porque no pone coto al liberticida mayor (por homicida), a ETA. Y no lo hace (ver otros artículos). Pero, también, y diría que muy especialmente, porque la propuesta no es, contra lo que se proclama, un modo de acercar el poder a la persona en un mundo progresivamente globalizado. No. Es, mientras no se demuestre lo contrario, una propuesta que, por etnicista, es restrictiva para la persona; que hurta elementos esenciales de su libertad, los limita, los empobrece. Que incluso reprime (más o menos violentamente, según quién) la desviación del modelo. Si no ¿qué importa que nos manden desde Madrid, desde Bruselas o desde Vitoria, si nosotros tenderemos a desobedecer?

Ya se sabe, del hombre, la desobediencia.

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