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El cine iraní da otra vez la campanada

Bonita y epidérmica película de Claire Peploe y aparatoso bodrio de John Carpenter

Comienza a convertirse en norma que una austera y humilde película de Irán rompa la baraja y, en medio de un día de proyecciones tediosas, pulverice los esquemas del cine occidental y despierte el entusiasmo dormido de la gente festivalera. Lo que el año pasado ocurrió con El círculo, de Jafar Pahani, puede volver a ocurrir con El voto es secre t o, de Babak Payami, que, junto a Ken Loach, Amenábar y Cuarón, entra en el grupo de aspirantes al León de Oro de la Mostra, que mantiene una altura media de simple corrección y, a trancas y barrancas, avanza con pocos aciertos y muchos tropiezos.

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La película cuenta una historia verídica de extraña fuerza y gran originalidad. El día de las últimas elecciones en Irán, una barca lleva a una mujer a una islita semidesierta, calcinada, de las costas persas en el mar Rojo. Es una mujer joven, ataviada con los mantos negros tradicionales, que lleva una urna bajo el brazo y el encargo oficial de recorrer la isla, acompañada por uno de los dos soldados que componen su guarnición, para recoger como sea -incluso debajo de las piedras, cosa que llega a ocurrir literalmente- los votos de los isleños.

El recorrido de la muchacha y el soldado por este olvidado trozo de desierto a la deriva es un pequeño prodigio de humor surreal -hay incluso un semáforo en medio de aquel desierto, y esto no parece ser una invención burlona de Payami- realizado con una soltura admirable. Se suceden los momentos de gracia pegadiza y esponjosa, sobre todo procedentes de la interpretación natural de los dos no-actores protagonistas, que son perfectos y que se ganan la amistad del espectador y trenzan una pudorosa historia de enamoramiento mutuo durante la esforzada tarea de arrancar el voto a una pandilla de escurridizos nómadas. Y a una parturienta nómada, a unos sinuosos contrabandistas, a unos pescadores que salen a la mar dejando su voto debajo de una piedra, a unas mujeres analfabetas que se niegan a votar si su marido no se lo ordena, a gente que no sabe qué es eso de votar ni para qué demonios sirve, y para fundamentalistas islámicos de aldea, que se niegan a votar porque Alá no se presenta candidato.

Metralla y ternura

Payami, con cámara calmosa y cadencia de montaje exacta y elegante, llena de planos secuenciales primorosamente elaborados, propone en El voto es secreto un juego de gran simplicidad. Es cine aparentemente naïf, pero se trata en realidad de una película sabia, que casi imperceptiblemente y bajo su capa de ingenuidad, escondiendo la mano, mete metralla dentro de la ternura, y el candor de la mirada se convierte en una estrategia humorística de fondo complejo y subversivo. Se percibe esto en el cierre del filme, que es el rito del voto del soldado que ha escoltado a la mujer. El muchacho vota a favor de ella, y le muestra la papeleta a la mujer. Ella le dice que es un voto inútil, porque ella no es candidata, pero entiende lo que ocurre, sonríe e introduce la papeleta en la urna en un gesto sutil y diáfano, revelador del fondo subversivo del intenso viaje.

Hay sagacidad y originalidad en esta insólita caza de votos, que parece una divertida broma surreal, pero que sin dejar de ser eso desprende tanta verdad y encanto, que poco a poco el juego de las apariencias va más allá de sí mismo, adquiere tono grave y la vivísima imagen de la mujer, terca y paciente, que recorre caminos polvorientos con una urna en la mano, se convierte en una emocionante cristalización de la busca de la libertad. La ovación más larga y unánime hasta ahora oída aquí cerró la gozosa proyección de esta nueva joya minimalista del cine iraní.

La poderosa y elocuente simplicidad del cine iraní desarma la retorcida, estruendosa y aparatosa incapacidad del famoso John Carpenter, para dar a sus Fantasmas de Marte la menor capacidad para inquietar, y no digamos emocionar. Es un filme retórico y torpón, que quiere estar a mitad de camino entre la ficción científica y el relato de terror, pero que con tantas ganas de abarcar, se queda sin definición genérica precisa.

En cambio, tiene mucha precisión genérica la película de Claire Peploe, que ha adaptado el genial trenzado de teatro barroco francés, que Marivaux bordó en su legendaria comedia El triunfo del amor. Pero el filme resultante, la preciosa y solvente presencia de Mira Sorvino, junto a la maestría de Ben Kingsley, añaden gracia a las muchas gracias de este luminoso e imperecedero ejercicio de vieja teatralidad eternamente nueva. En lo esencial, Claire Peploe mantiene la alada ligereza del teatro de Marivaux, pese a ser declamado en inglés y no en francés. Es un filme que se deja ver, aunque nada aporte a la, cada vez más necesaria y más urgente, tensión de rescate por el cine del secular equipaje formal del teatro, que es uno de sus alimentos primordiales e irrenunciables.

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