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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Cómo volver a Bilbao

Tal como me prometí antes de las vacaciones, he pasado el mes de agosto en la ganbara, buscando mis raíces entre libros polvorientos. No dejo de admirar a los abuelos de mis tatarabuelos. Aquéllos que, en una sociedad anclada en la negrura de los valores tridentinos, tuvieron la inteligencia y el valor de abrir caminos al progreso. Me pregunto si imaginaron el cambio tan profundo que estaban propiciando. Porque aplicar la ciencia al bienestar social, extender la educación, los oficios y las artes, parece que tenga poco que ver con la dominación de la nobleza y de la Iglesia, cuyos privilegios ni siquiera llegaban a rozar.

Sin embargo, lo que estaba en juego era si los humanos podríamos llegar a quedar libres de la superstición. Si podríamos alcanzar la mayoría de edad sin tener que seguir siendo conducidos por brujos o directores espirituales. Y ese sería el papel de la ciencia a largo plazo. Una astucia de la razón.

'Que nada hay que facilite tanto disfrutar del bienestar social como conservar la vida'

Desde aquellos tiempos ha pasado no menos de un cuarto de milenio. El bienestar de nuestros conciudadanos ha crecido más de lo que aquellos vascos ilustrados pudieran imaginar. Pero la modernidad ha traído también otras cosas. La mayoría de edad supone para la humanidad, igual que para el individuo, ser capaz de afrontar su soledad. Y eso es algo que está resultando muy difícil de asumir, también entre nosotros. Quizás por eso, a cada avance de la modernidad, renace con fuerza la superstición y la intolerancia. Y con ellas, el horror.

Hasta mi refugio llegó el eco de la explosión de un coche bomba en miniatura. La bomba trampa destinada esta vez deliberadamente a un niño. A cualquier niño y a su abuela. Ella cogería al niño en su regazo, acercaría el cochecito a sus ojos abiertos de par en par a la sorpresa. Y accionaría el interruptor fatídico. ¡Pobre abuela! Menos mal que la metralla se apiadó de ella, segándole la arteria y evitándole el infierno de seguir con vida. Fijáos ahora en el autor del infernal artefacto. Cuanto odio tiene que haber anidado en sus entrañas para ser capaz de completar esa horrible tarea.

Los ojos sin luz de ese niño y su cerebro mutilado no dejarán de mirarnos a todos los que alguna vez hemos vendido nuestra alma al diablo a cambio de una patria. 'Pero', me interrumpe mi vecina, '¿y si no hubieran sido ellos? Y si hubieran sido los otros... ya sabes'. Mi vecina cree que existen patrias buenas y malas. Aún no ha entendido que el monstruo se alimenta de cualquier bandera.

Aunque no estoy segura de que hayamos progresado tanto desde el siglo XVIII. Por ejemplo, tenemos para nuestra seguridad cinco cuerpos de policía, habitualmente incapaces de ponerse de acuerdo para combatir el crimen. Y cuando al fin parece que se disponen a hablar entre ellos, sale nuestro sumo sacerdote, ese señor eternamente enojado, para advertirnos de que no nos fiemos, pues todos nuestros males provienen de Madrid. A su lado, el discípulo amado pone cara de eccehomo abrumado por los pecados de los demás. Cómo va a ser feliz cuando en Madrid nos odian tanto.

¿En qué consistirá ahora el bienestar social? ¿Qué máquina hidráulica podría inventarse para promover la tolerancia? Ya no existe la Inquisición, pero por decir o escribir lo que piensas, te asesinan. Como dice un simio del planeta de los idems: 'Estoy de acuerdo con la libertad de expresión, siempre que mantengan la boca cerrada'.

Pero, para la mayoría, eso queda muy lejos, si es que queda en algún lado. Una señora va a pasar unos días de descanso a Tenerife. Y al volver al aeropuerto de Madrid a recoger su coche, lo encuentra convertido en chatarra. Justamente indignada, pregunta: 'Y ahora, ¿cómo vuelvo yo a Bilbao?' Una servidora no hubiera podido reprimirse: 'Señora, eso pregúnteselo a los vascos que han puesto la bomba'.

Mis parientes ilustrados no habrían dudado en celebrar que casi media tonelada de explosivos y casi una docena de asesinos -presuntos explosivos y presuntos asesinos- hayan sido puestos bajo llave. Habrían afirmado sin ambages que con ello aumenta el bienestar social. Que nada hay que facilite tanto disfrutar del progreso como conservar la vida. El cerebro para seguir pensando y la lengua, entre otras cosas, para seguir diciendo impertinencias.

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