'Primum, non nocere'
El viejo aforismo hipocrático primum non nocere es hoy más vigente que nunca. Acuñado en una época en la que la capacidad de los tratamientos médicos era más bien escasa, tanto para producir efectos benéficos como perjudiciales, no hacer daño es un llamamiento a la prudencia. Una recomendación que convendría tener más presente si cabe en estos tiempos en los que el progreso experimentado por las ciencias de la salud nos permite actuar con una eficacia muy superior a la de los antiguos, pero que comporta, a la vez, la posibilidad de provocar efectos indeseables sobre la salud de las personas mucho mayores que antaño.
Los más de 1.000 afectados por el consumo de cerivastatina que se habrían detectado hasta ahora, casi un centenar en España, hacen oportuna, lamentablemente, una consideración global sobre los peligros de la medicalización de las actividades preventivas. Mucho antes del desarrollo de la moderna industria farmacéutica Paracelso ya nos advertía que todas las medicinas pueden ser nocivas. Y a pesar de que desde hace unas décadas, con el poderoso estímulo de la tragedia de la talidomida, los nuevos fármacos son sometidos a rigurosos procesos de investigación para aumentar su seguridad, ninguno de ellos puede considerarse inocuo.
Conviene estimar el riesgo terapéutico asociado a un fármaco; es decir, el saldo entre los pros y los contras
Un fármaco es útil cuando tiene actividad biológica, la cual debería ser extraordinariamente selectiva para no provocar efectos colaterales ni secundarios. Éste es uno de los retos a los que se enfrenta la investigación farmacológica y, si bien se han producido enormes progresos, queda todavía mucho camino por recorrer.
El diseño de los ensayos clínicos que se llevan a cabo para contrastar la eficacia de los medicamentos exige la adopción de unos requisitos metodológicos que limitan las posibilidades de detectar aquellas consecuencias que se producen en otras circunstancias. Así, por ejemplo, las interacciones con otros medicamentos. Los peligros de las medicinas no deben hacernos olvidar sus potenciales beneficios. Por ello, conviene estimar el riesgo terapéutico asociado al consumo de cualquier fármaco, es decir, el saldo entre los pros y los contras. Cuanto más grave sea la enfermedad que padecemos más razonable resulta correr un riesgo terapéutico mayor, porque el beneficio potencial es grande. Pero si la enfermedad es leve y puede solucionarse espontáneamente, tiene menos sentido exponernos al riesgo.
Cuando, como ocurre con la mayoría de las prescripciones de cerivastatina, se intenta prevenir la cardiopatía isquémica, las personas tratadas no sufren una enfermedad, sino que están expuestas a un factor de riesgo, en este caso unos niveles elevados de colesterol en la sangre, la prudencia debe ser todavía mayor. Máxime cuando las pruebas científicas de la seguridad de estos medicamentos son limitadas.
De ahí que las recomendaciones de la prevención del infarto de miocardio requieran primero la confirmación de las cifras elevadas de colesterol y luego la adopción de medidas higiénicas y dietéticas, antes de la prescripción de algún hipolipemiante. Etapas que se soslayan en muchas ocasiones al resultar más fácil extender una receta, lo cual, además, tiene unas consecuencias económicas notables.
Adecuar la dieta, hacer ejercicio y suprimir otros factores de riesgo decisivos como el consumo de tabaco, el abuso de alcohol o las situaciones de estrés, constituyen la primera línea de intervención frente a la cardiopatía isquémica.
Estas intervenciones, además, no provocan interacciones con otros medicamentos que pudiera estar consumiendo un paciente, si bien requieren la adopción de un planteamiento mucho más activo por parte de los profesionales sanitarios y de los usuarios mismos. Sin olvidar que, cuando estas medidas no son suficientes para disminuir el nivel de colesterol sérico y es de consideración complementarlas con la medicación, ésta no substituye la conveniencia de aquéllas.
La idea de que con el consumo de un fármaco o de unos cuantos se solucionará automáticamente el problema y no nos expondremos a perjuicio alguno es demasiado simplista. Sin embargo, parece que nuestra sociedad se empecina en la búsqueda de soluciones de este tipo. Por desgracia no es ésta la primera vez que las buenas intenciones se trocan en lamentables sorpresas. Uno de los primeros fármacos que se probaron con la pretensión de prevenir la cardiopatía isquémica, el clofibrato, ya provocó hace unos años una situación parecida a la actual. Parece, pues, necesario recordar la sentencia hipocrática, aunque la experiencia nos demuestre que no es suficiente.
Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona.
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