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CRÓNICAS
Columna
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Juan entre las cartas

Lo que los amigos de Juan Muñoz recuerdan de él, cuando aún no se ha remansado el estupor que ha producido su muerte repentina en Ibiza, es su risa, su capacidad para jugar. Y también recuerdan, como un síntoma de su carácter, e incluso de su manera de ser como artista, una de sus dedicaciones predilectas: aparecer y desaparecer, siempre metido en un fabuloso juego de cartas en el que él era el mago principal, el hacedor del truco que a él también le sorprendía. Ahora algunos de sus amigos creen que el destino lo tiene entre esas cartas que él manejaba con la destreza de un ilusionista.

Tenía de la vida, y del arte, un concepto lúdico, abierto, y eso se advierte en la variedad de lo que hizo, en su pasión por hacer pero también por pensar. Era un hombre de acción, de una energía imbatible, pero detrás había una teoría, que a su vez provenía de su pasión por las palabras; no dejaba ningún efecto sin teoría, y se sentía dentro de su obra como si él fuera una de las piezas del conjunto. Acaso por eso se movía tanto, para estar siguiendo siempre la sombra de sus propios conjuntos, de sus propias cartas.

Era consecuencia del mejor momento de nuestra historia, cuando en los ochenta este país, que ahora de nuevo parece cansado y triste, despertaba a una realidad en la que, por fin, parecía que nada era imposible: jugar para jugar, no jugar para ganar, jugar para llegar a ser feliz. El suyo era un espíritu leonardesco, todas las cosas le interesaban y en todas se metía como si en ellas le fuera la vida, o la risa. En el ámbito de las artes plásticas, él representaba un ambiente y también una ambición. Nació para la cultura cuando el panorama de todas las artes descosió sus costuras y aparecieron entre nosotros nuevos nombres y nuevas dimensiones que le dieron a la actividad creadora de este país una dimensión que parecía luminosa, un arma cargada de futuro. La simplificación contemporánea quiso que eso se llamase la movida, y alguna vez se ha dicho que aquello duró como un suspiro, y no es verdad: consecuencia de esa frescura con la que los jóvenes se dispusieron a vivir de otra forma en un país que ya era distinto es, por ejemplo, Juan Muñoz, y podría decirse, y pudo haberse dicho antes, que incluso en él, en su manera de ser, aquel espíritu convivía con lo que tuvo que hacerse después, que era trabajar, trabajar mucho, trabajar para que quedara la sombra de un tiempo que parecía que iba a ser nuevo siempre.

Trabajaba para buscar. Aparecía y desaparecía, pero no por voluntad de huida sino de juego, por parecerse él mismo al juego de las cartas cuyos trucos tan bien se conocía; y en esas idas y venidas buscaba y rebuscaba, para ser distinto, para aprender más. Si no aprendes, si no aprendes continuamente, decía Emilio Lledó la pasada semana en Santander, te ganan la batalla. A Juan Muñoz le apasionaba aprender, de otros y del mundo, de los viajes y de los espacios que venía. Hace años quiso encontrarse con un poeta del espacio y de la gente, John Berger, a quien encontró viajando en moto en algunas de las remotas carreteras de la puerca Europa... Con él inició un largo intercambio de cartas en las que el debate lírico tenía que ver con lo que veían, con los sueños de ambos y con algunas de las obsesiones que les eran comunes: el descubrimiento de los detalles, el hallazgo de símbolos que a uno y a otro le servían para entender más el carácter lírico de sus creaciones estéticas. En una de esas cartas, John le escribe a Juan: 'Un día tenemos que ir juntos al Cementerio Romántico de Madrid. La última vez que estuve por allí encontré, en un panteón en ruinas, aunque en noble construcción, que tenía la puerta abierta, una maleta cerrada con una correa de cuero. ¿Contenía algo? Espacio. (...) Innumerables espacios coexisten, innumerables caminos cruzan, sobrevuelan, horadan la tierra. Además de todos los espacios existentes que los místicos llaman Dios'.

La muerte, como un juego de cartas, convierte en metáfora todas las palabras del pasado.

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