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Columna
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RESIDENTE en Dresde, donde se ha refugiado para escapar del asedio de sus acreedores, Fiodor Mijailovich Dostoievski emprende, en octubre de 1869, un súbito viaje a San Petersburgo al enterarse de que su hijastro, Pavel Alexandrovich, un joven de ventipocos años, acaba de fallecer en oscuras circunstancias, que, en todo caso, apuntan a una muerte voluntaria. Transido por un dolor, que se aviva por el desconcierto, Dostoievski apura, con avidez animal, el ritual del duelo: se aloja en la misma habitación de la miserable pensión donde había residido el difunto; revisa con ansiedad los pocos enseres personales que quedaron allí; se llega a poner un traje suyo, como quien mendiga en los restos del olor la fragancia del alma, y, cuando se enfrenta con el montón de tierra fresca que cubre su tumba, se revuelca patéticamente en él, como para compartir, por un momento, su misma suerte.

Fiodor Dostoievski sabe, sin embargo, que ninguno de estos gestos desgarradores podrán devolverle a un hijo que ya sólo habita en él mismo, y que, si, como pretende, ha de convocarlo, allí donde esté, para mantener, cara a cara, esa última conversación definitiva, quizá sin palabras, no precisa de aspavientos, sino de cierta música. 'La poesía podría devolverle a su hijo' -imagina que se dijo Dostoievski el también escritor J. M. Coetzee, en su novela El maestro de Petersburgo (Mondadori)-. 'Tiene cierta idea del poema que le haría falta, una idea de su música, pero él no es poeta: es más bien un perro que ha perdido el hueso, que escarba aquí y allá'.

Y tal y como si se tratase del más desesperado perro, Dostoievski no deja de escarbar por los más recónditos lugares que frecuentó el hijo, a la vez que ahonda en su propia memoria, esa morada en la que no brota una migaja sin herida. Sea como sea, sabe que, sin reconstruir las huellas exteriores e interiores, no podrá jamás convocar al hijo desaparecido y vivirle de verdad, que es tanto vivir con él como por él; en suma: encontrarlo y encontrarse para siempre.

En el apartado Muerte, de Lecturas para minutos (Alianza) de Herman Hesse distingue, en el duelo de un ser amado, el nivel ritual primitivo y otro nivel superior que ha de tener lugar en nuestra propia alma, por medio de la evocación del recuerdo exacto, de la reconstrucción en nuestro interior de la persona amada. 'Si lo conseguimos, el muerto sigue a nuestro lado, su imagen está salvada y nos ayuda a hacer fructífero nuestro dolor'.

Al final de El maestro de Petersburgo, Dostoievski vuelve a escribir, pero ya con la claridad con que se escribe sólo para uno mismo, para la eternidad, para los muertos. Para lograr escribir así, hay, sin embargo, que poner el alma, entregarla.

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