Diario de mohamed (1)
Suerte tengo de llamarme como me llamo, Mohamed, un nombre tan común. Así nadie me identificará si algún día se pierde este diario que empecé a escribir hace poco, a imitación de lo que hacen otros muchachos de mi edad, aquí en Andalucía, y porque mi padre español me lo ha sugerido, como ejercicio de escritura para preparar bien mi próximo ingreso en bachillerato. Pero por otro lado, y aunque nunca he sido supersticioso con los nombres de las personas, últimamente me asaltan raras inquietudes a propósito del mío. Mohamed se llamaba el suicida palestino que días pasados se inmoló en Jerusalén, en nombre de la Yihad Islámica. Mohamed se llama el ministro talibán para la Virtud y Prevención del Vicio. Y Mohamed se llama el actual rey de Marruecos, mi enemigo. No sé si alcanzaré a explicar lo que me pasa en mi vacilante castellano, pero es que, por más que me empeño, no consigo comprender a ninguno de esos tres homónimos míos, si bien por distintas razones.
A veces tengo pesadillas y veo una llamarada de sangre que lo envuelve todo. Yo soy muy pequeño y vivo aún en uno de los cuatro campamentos de refugiados donde mi pueblo, los saharauis, sobrevive a duras penas desde hace veinticinco años. Veinticinco años de horizontes vacíos. Las llamas estrechan su cerco cada vez más, y como no tenemos agua, todos los niños nos ponemos a orinar formando un círculo de angustia alrededor de las tiendas. Los camellos chillan forcejeando con sus amarras y las mujeres -hombres no hay- gritan desesperadas al modo musulmán. Mi madre, que perdió a su marido en la guerra con Marruecos -yo apenas tenía un año-, viene a por mí y me salva del fuego en el último instante. La verdad es que ya me había quedado sin orina. Es entonces cuando despierto, sobresaltado y sudoroso, en la espaciosa habitación de mi nuevo hogar, y lo primero que hago es irme al frigorífico -no sin antes calzarme, como me tiene advertido mi madre andaluza, para que no me dé una descarga eléctrica-; saco la botella de agua y bebo. Bebo sin parar y más allá de la sed. Luego me voy al cuarto de baño y me extasío con la maravilla que corre entre mis manos, por mi rostro sofocado, sin término, como un verdadero duende surgido de las lámparas maravillosas que son todos los grifos de la casa.
Bueno, antes he dicho una cosa que no es exacta. He dicho que en el campamento de refugiados no hay hombres. Sí los hay, pero son como fantasmas impalpables. Todo lo más, grumos de arena zarandeados por el simún. Se trata de los prisioneros marroquíes que los polisarios traen de vez en cuando. Pero como su propio país no los reconoce, se dedican a deambular entre nosotros y viven también de la ayuda internacional. Nadie les pone trabas en este inmenso territorio vacío. Para qué. ¿Adónde iban a ir? En cambio, nuestros prisioneros en las cárceles de Mohamed VI son tratados peor que las ratas. Claro que no me extraña, en un país al que ni siquiera le importan sus propios muchachos de mi edad que mueren cada día en el Estrecho, tratando de ser libres. ¡Cuántos otros Mohamed no habrán emprendido ya su última aventura! Si yo pudiera, les diría, antes de que se enrolaran en esas pateras de la muerte: no seáis tontos, no os dejéis engañar. Lo malo es que no puedo decírselo.
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