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Reportaje:VIAJE POR EL EBRO (27) | SAN VICENTE DE LA SONSIERRA (LA RIOJA)

AGUA Y VINO

El río traza sus meticulosas curvas a través de viñas y de la solitaria y calmada belleza de La Rioja. Allí el buen vino raspa y huele a polvo. Y los vinateros son como dioses. Los mejores placeres empiezan como un reto.

El viajero ya siente como propios los desprecios que sufre su río. El viajero conoce Côtes du Rhône, Napa Valley, los altos de Mendoza, las riberas del Duero y del Douro, los valles del Rin y del Loira. Quiere decir que ha estado en sus etiquetas. Todos esos ríos son sagrados para el bebedor y todos esos vinos llevan su río con orgullo. El Ebro atraviesa La Rioja. Más que atravesarla, la define geográficamente, en un grado superior a lo que sucede, por ejemplo, con los ríos de Burdeos o de la Borgoña. El Ebro estaba allí antes que los hombres y la viña. Nadie parece saberlo. Por si fuera poca espalda, la comarca toma su nombre, según parece, de un mínimo afluente, el Oja, que, dado el privilegio, baja cuando se le antoja. Nunca se vio nada igual. El viajero ha eludido hasta ahora cualquier tentación de atribuir carácter a su río. Nada le resulta más ridículo que ver a los seres inanimados hablando por los codos. Las pruebas sobre la presunta falta de sensualidad del Ebro se amontonan. Pero él sigue prefiriendo hablar de los hombres. Nadie, en la historia moderna de este río y esta viña, ha trazado un arco de placer que pudiera unirlos. Agua y vino, nada que decirse. Como si el río sólo fuese agua.

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Marcos Eguren esperaba a que acabasen estos prólogos para salir de su coche una mañana de domingo, temprano, cuando por las calles de San Vicente de la Sonsierra no pasa ni el viento. Los productores y administradores del placer suelen ser tipos muy contenidos. Son grandes técnicos y evitan que se les vaya la fuerza por la boca. Recuerdan unos versos de Bertolt Brecht sobre los comunistas: 'Nosotros que quisimos un mundo amigable no pudimos serlo'. Los vinateros diseminan por el mundo la felicidad, la alegría, la bondad y la filosofía, pero ellos permanecen en el encierro sensorial imperturbable de uno que cambiase moneda. Debe de ser una condición inexpugnable del oficio. Porque ahora que escribe sobre ello el viajero recuerda haber conocido a alguno alegre y dado al placer, alguno que bebía su propio vino con una expresión de placer en la cara insultante y contagiosa y que era capaz de besar la copa, mientras profería adjetivos no expresamente tánicos. Duró poco. Disfrutaba mucho y duró poco. El vinatero ha de ejercer sobre sus semejantes una cierta superioridad moral: ha de contemplar con sonrisa leve cómo se entregan al placer que les proporcionan, sin comprenderlos demasiado. El vinatero es un artista. Y ninguno de verdad se emboba con sus obras: antes bien lo que le une a ellas es una íntima e inconfesada repugnancia, como la que da la intimidad muy excavada. El vinatero es Dios, extrañado, francamente, de lo mucho que los hombres aprecian y celebran la vida.

Marcos Eguren avanza hacia el viajero, ajeno por completo a estas divagaciones. Eguren es el creador de un vino que ha explotado en la boca casi sin aviso previo, el Numanthia, un vino de Toro grande, gótico. Pero su casa y las raíces de su casa y de su negocio están en La Rioja, en la Sonsierra. Eguren no parece demasiado impresionado por la ausencia del Ebro.

-Es verdad. El río ha estado siempre y lo que está siempre acaba por no verse, no sé, quizá.

-¿Siempre fue así?

-No, fue peor. Hace cien años no se plantaban viñas cerca del Ebro. Eran terrenos demasiado buenos, demasiado fértiles y no se podían dejar para el vino. Hoy sí se plantan y dan unos vinos algo más livianos. La viña ha de sufrir; es muy viejo, eso.

Los Eguren no riegan las viñas. En realidad, no pueden regarse en ninguna denominación de origen española. El viajero vio hace días, en un muro, una pintada obra probable de aquello que llamaban un freak: 'El agua sirve para regar las viñas', decía en su bromita alcohólica. Como todos los freaks, en cualquier momento de su vida freak, no tenía ni puta idea de lo que estaba escribiendo. Las viñas no se riegan, aunque los campistas de la ribera suelan oír en las noches de verano el ruido lejano de un tractor acercándose y sacando agua del río para llevarla a la viña. Puede que sea el tractor del freak.

-No se riegan, pero algunos riegan. Van exponiéndose a que los cojan, y los cogen.

Marcos Eguren conduce al viajero hasta el llamado paraje de las Veguillas. Antes ha parado al lado de una choza de piedra, de varios siglos, en pleno campo de viñas. Había visto a su padre, con mala cara, dando vueltas. Esta noche pasada les habían quemado la puerta y habían metido el fuego dentro. No era la primera vez. La acción resulta de un vandalismo muy depurado. En muchos kilómetros a la redonda sólo hay esa choza, y viñas, y una solitaria y calmada belleza.

Desde el paraje se contemplan las mejores viñas de la familia y el Ebro trazando curvas muy meticulosas. A veces, los Eguren vienen a comer aquí. La vista es de gran calidad. Y la felicidad una pasión razonable, a condición de que no se hable de ella. El vinatero señala unas piedras lejanas, junto a la ribera.

-Esas piedras de ahí dicen que llevan la marca de unos cascos: los cascos del caballo del apóstol Santiago.

-¿Iba o venía de Clavijo?

-Eso dicen, no sé.

El mito moderno sobre estas huellas dice que son de dinosaurios. La Rioja presume de tener los mejores dinosaurios de España. Cualquier cosa antes que su río.

Ya de vuelta en su bodega Eguren abre unas botellas. Las mejores son las que aún están inacabadas: su vino raspa, huele a polvo. Cualquier placer empieza con un reto. Emocionado, el viajero va a explicarle esta frase a Eguren. Está lavando las copas. Levanta la cabeza porque es un hombre amable.

-Sí, eso es verdad.

Una vista del Ebro a su paso por San Vicente de la Sonsierra.
Una vista del Ebro a su paso por San Vicente de la Sonsierra.JESÚS CISCAR

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