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Columna
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El manual

Hablo mucho con los taxistas. Soy uno de sus clientes habituales y, al margen de llevarme de una lado a otro por Madrid, han de soportar el tercer grado al que suelo someterles inmisericorde. No es por fastidiar, tengo pocas posibilidades de practicar la conversación sin objetivos concretos y he de aprovechar los tiempos muertos del atasco dentro del vehículo para la charla distendida.

Se empieza hablando del tiempo o la circulación, vas tirando del hilo y te cuentan hasta los problemas propios o ajenos con la mujer y la suegra. Los taxistas suelen ser gente muy observadora, que pasan muchas horas al volante y que ven y oyen lo que dicen y hacen los personajes mas variopintos que pululan por la ciudad. Disponen de una atalaya privilegiada desde la que otear los comportamientos del personal y obtienen una información extremadamente valiosa para quien aspira a tener un sentido siquiera aproximado de la realidad. Así que han sufrir la exprimidura dialéctica sin que ningún complemento tarifario compense el esfuerzo añadido. Bien es verdad que no todos prestan el servicio adicional con el mismo entusiasmo, los hay que contestan con monosílabos e incluso quien apenas emiten un sonido gutural prácticamente ininteligible. Son los menos, la inmensa mayoría se explaya a gusto y lo casca todo, un auténtico filón.

Por eso me alarmé un poco cuando supe que la Cámara de Comercio estaba elaborando un manual de buenos modales en el que aconseja expresamente a los taxistas que escuchen a sus pasajeros, pero hablen lo menos posible. Si hacen eso me hunden. Y conste que entiendo que la Cámara quiera conjurar cualquier posible conflicto personal entre profesional y cliente. Dentro del taxi se puede hablar de fútbol, de política y sobre todo de tráfico, tres asuntos sobre los que todo el mundo se declara experto y es fácil discrepar. Recuerdo, sin ir mas lejos, el día en que se me ocurrió comentar a un taxista lo mal organizado que estaba el servicio de taxi en Barajas. Tuve la desgracia de dar con un destacado miembro de la mafia que hay montada en las llegadas internacionales del aeropuerto, y si no me bajo pronto del vehículo me apuntilla con el destornillador.

En otra ocasión abandoné el taxi a media carrera por motivos bien distintos. Estábamos parados en un semáforo cuando cruzó por el paso de peatones una joven con la falda corta. 'Mírela cómo provoca', me dijo el conductor, 'luego dicen que si las violan; si no fuera por que te meten en la cárcel yo lo hacía', añadió, quedándose tan fresco. Me hubiera encantado vomitarle en el cogote, pero opté por salir dando un portazo sin pagarle las seiscientas pesetas que marcaba el taxímetro.

Se trata, por fortuna, de casos muy excepcionales que contrastan con los cientos de profesionales del sector que son buena gente y les asiste el sentido común. Trabajadores que ofertan un servicio público indispensable y que, sin embargo, está dejado, a todas luces, de la mano de Dios. Por ello y, aunque me perjudique ese apartado que reprueba la charla, considero positivo el que se instaure alguna norma que oriente ciertos comportamientos básicos. El manual, por ejemplo, recomienda llevar el coche limpio, algo muy elemental, pero que desgraciadamente no siempre se cumple. Hay taxis en los que entras y te pica todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con la imagen personal de algunos taxistas. Los hay que van impolutos e impecablemente vestidos mientras otros se sientan al volante con la legaña puesta, un bermudas, una camisa de tirantes y los sobacos gladiator cumpliendo la función de ambientador.

La guía recomienda igualmente que no se fume. Entiendo que es duro cumplir esa norma para los adictos que han de tirarse doce horas al volante, pero entre el taxista que pide permiso a su pasajero para encender un pitillo y el que se fuma un apestoso purazo en tus narices sin preguntarte si eres asmático hay cierta diferencia. Algo similar ocurre con otro de los aspectos que aborda el manual sobre la inconveniencia de decorar el vehículo. La mayoría son discretos y lo más que ponen es una foto de la familia, el escudo de su equipo o una postal de su pueblo. Los hay, en cambio, que montan un auténtico santuario religioso, político o futbolístico en el salpicadero del taxi, transmitiendo al usuario la sensación de ser conducido por el integrante de una secta.

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Nada de eso debe de ocurrir ni siquiera excepcionalmente. El servicio ha de progresar en seriedad, eficacia y profesionalidad, quitarse caspa de encima y evitar riesgos de tensión dentro de vehículo. Aunque una de mis mejores fuentes de información se resienta.

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